Signos
Por Salvador Montenegro
Desde luego: con la ley y la institucionalidad electorales vigentes, todo acto político puede ser un delito instrumentado como munición, y todo cadáver opositor enterrado como delincuente puede ser resarcido, al cabo, y resucitado como mártir victorioso.
Lo que debiera controlarse es el crimen del recurso público y el dinero negro de cualquier fuente invertidos en propaganda y candidaturas representativas de intereses particulares. De las blasfemias y las infamias presumibles y acusables debieran defenderse con sus propias armas testimoniales y retóricas los contendientes, que para eso, se entiende, están curtidos en las trincheras de la vida pública.
Interponer querellas formales por agravios y acusaciones es ridículo en un ámbito de guerras protagónicas y de poder, donde la descalificación y la rudeza hacen el lodo natural en que se baten y del que gustan tanto y para el que se supone que están hechos todos los ‘representantes populares’ y los defensores del ‘bien común’.
Cualquiera sabe que tales demandas de justicia no son otra cosa que intentos de sabotaje y golpes bajos contra el enemigo, y que la defensa y el ataque son un modo de vida en el que se sobresalen los más aptos para argumentar y sorprender.
No debía haber, entonces, en los procesos electorales y en materia de proselitismo y libertad de expresión, más limitaciones que las de los derechos y las responsabilidades constitucionales a los que deben atenerse todos los ciudadanos. Los ataques acusatorios debieran responderse con razones y contraataques de la misma especie, y no con demandas jurisdiccionales oportunistas donde la ley es usada como artefacto de la mezquindad y no de la equidad y el equilibrio.
Debe darse rienda suelta a la libertad y la capacidad de expresión. El árbitro no debe ser nadie más que el elector, y el juicio sólo el de las urnas.
SM