Contra el ‘narco’, Claudia tiene que ser enemiga de Andrés Manuel (o el país seguirá perdiendo)

Signos

En más de un sentido, Andrés Manuel sí fue cómplice del ‘narco’.

Todos los Gobiernos estatales y municipales estaban corrompidos y coludidos con las bandas criminales que operaban en sus territorios.

Todas las Fiscalías y Policías locales eran parte de dichas organizaciones. Era imposible que no supieran donde estaban sus guaridas y sus jefes, ni las actividades con las que lucraban ni los mandos políticos con que contaban.

Desde que el control priista del Estado nacional se pulverizó a principios del dos mil con la alternancia presidencial panista continuada de Vicente Fox y Felipe Calderón (aunque se resquebrajaba desde que la izquierda priista se fue del PRI neoliberal a fundar lo que acabaría siendo el Partido de la Revolución Democrática, de la que saldría más tarde la facción obradorista que fundaría el Movimiento de Regeneración Nacional, que ahora sigue el camino de la descomposición del PRD), y desde que la pluralidad partidista se repartió el poder político en el país, el ‘narco’ también se dividió y se asociaron sus fracciones con unas y otras autoridades locales o se apoderaron de ellas, ya independizadas esas autoridades locales del centralismo presidencialista hegemónico para hacer sus propios negocios, pero al mismo tiempo debilitadas y vulnerables a la delincuencia organizada por la falta de cohesión, de liderazgos fuertes y de respaldo de las fuerzas federales, en tanto la institucionalidad republicana de todos los Poderes y sus representaciones también se habían dividido y respondían a sus propias filias, sectores oligárquicos e intereses.

(A la entonces Procuraduría General de la República y a las Policías federales se las repartieron los bandos ahora divididos de los principales cárteles, por ejemplo, y unas y otras células delictivas se disputaban lo mismo sectores policiales que ministeriales y judiciales y políticos dentro de una Federación republicana facciosa, ingobernable y en guerra, donde regiones enteras quedaron a merced de los grupos del narcoterror y donde las autoridades civiles no hicieron más que asociarse o someterse a ellos, mientras se diversificaban las actividades de los núcleos criminales más allá del tráfico de drogas y la violencia se tornaba más cruel e indiscriminada.)

De modo que la falta de una democracia crítica y civilizada hizo que la pluralidad en que se rompió el autoritarismo provocara tal caótica ingobernabilidad, que del mismo modo que desarticuló los controles institucionales y los esquemas tradicionales de administración y gestión, lo hizo con la unidad de los grupos criminales.

Y sin autoridades locales fuertes de ninguno de los tres Poderes, ni tampoco entre los federales, y con la irrupción de Los Zetas y el esparcimiento de sus fueros -de formación militar- para la crueldad y el servicio al narcoterror en todo el país, favorecidos como fueron por los gobernantes priistas tamaulipecos, la opción del panismo presidencial calderonista, apremiado por la infiltración del ‘narco’ en su propio régimen (no había policía ni agente ministerial ni jefe antinarcóticos ni funcionario contra la delincuencia organizada que no estuviera coludido con los Beltrán, el Chapo, el Lazca, o la Barbie, cuando menos; la llamada ‘Operación limpieza’ del Procurador Eduardo Medina Mora, luego premiado como Ministro de la Corte, fue la gran farsa para encarcelarlos, evitar extraditarlos como pedía la DEA y luego liberarlos a todos exculpados de todo cargo; el exjefe policiaco federal, Genaro García Luna, es sólo el que pagó los platos rotos de sus iguales protegidos por los Gobiernos de Calderón y de Peña); la opción del calderonismo, pues, presionado, asimismo, por la descomposición general del sistema político y de Justicia en todo el país, fue la de poner a combatir a los militares contra los sicarios y permitir la entrada discrecional de agentes de la DEA y de comandos armados estadounidenses a México para la formación de fuerzas especiales antinarco de la Marina de Guerra.

La alternativa del entonces Presidente Felipe Calderón Hinojosa dejó, en efecto, muchos muertos. Y aunque casi todos ellos eran asesinos, la sangría desató la fiebre defensora de los derechos humanos. El PAN, al cabo, perdió la sucesión presidencial contra el priista Enrique Peña Nieto, quien optó entonces por rendir las armas y dejar que la cotidianidad del narcoterror y sus fueros de control político y sustitución de autoridades civiles en sus territorios siguiera su curso y se consolidara como una cultura de los pueblos.

Había lugares, como el Noreste, en que el crimen iba concentrando actividades comerciales, apoderándose de propiedades rurales y urbanas, acomodándose en cada vez más actividades económicas, participando en cobros de servicios básicos a la población en rangos similares a los recaudados por los sectores públicos encargados de ellos, e imponiendo sus condiciones de manera cada vez más rutinaria, ‘normal’, como parte de la vida corriente y aceptada como la autoridad alterna que la gente no tenía más remedio que respetar porque la otra, la constitucional, tampoco estaba en condiciones de rechazar, ya no se diga de desplazar o eliminar con los dispositivos y las fuerzas de la ley disponibles.

Y así se expandió y diversificó la industria del narcoterror más allá del narcotráfico.

Y así opera con entera impunidad en gran parte del país desde que Los Zetas (ahora fraccionados, como todo el Cártel del Golfo del que formaron parte, y matándose en contiendas territoriales con carros de combate de alto blindaje para resistir los impactos de las innumerables Barrett, calibre cincuenta, que cruzan el Río Grande o el Río Bravo) impusieron esa modalidad de negocios y control político en los tiempos de la alternancia panista en el poder presidencial; cuando la pluralidad partidista se hizo cargo de Gobiernos estatales y municipales y las mafias, a su vez, se fueron imponiendo a ellos, empezando en el noreste de Tamaulipas, cuando Los Zetas, desertores del Ejército, se incorporaron al Cártel del Golfo, de Osiel Cárdenas Guillén, y contagiaron su modelo de negocios a casi todos los demás.

Con Andrés Manuel y su Movimiento de Regeneración Nacional en el Gobierno de la República las cosas empeoraron en ese flanco del narcoterror y su impunidad.

Porque ni las Fiscalías federal y estatales ni las Policías locales fueron mejores, como no lo fueron, tampoco, ni los regímenes de Gobierno ni los Legislativos ni los órganos de Justicia controlados por los Gobernadores.

El vasto poder elector contenido en la incomparable popularidad de Andrés Manuel y la escasa conciencia crítica de un electorado idólatra que votaba por cualquier piltrafa asociada a él y su partido y aliados -por verdes y delictivos que fueran-, llevó a los Poderes estatales a una ralea política de la misma especie y a menudo peor que la opositora que desplazaba.

Todo empeoró, pero con plena legitimidad electoral.

Y Andrés Manuel hacía propaganda y se hacía fuerte entre el clamor masivo de su feligresía, culpando de la violencia y la criminalidad a la política militarista de Calderón que sólo había ensangrentado al país, decía, y complicando el combate al narcoterror con la diatriba soberanista y la negación rotunda a la participación ampliada de las fuerzas estadounidenses en México, las que, por lo menos en la persecución y el abatimiento de criminales lo mismo que en la formación de fuerzas especiales antinarco de la Armada, habían tenido éxito, lo que no podía ser sino intolerable e inadmisible para Andrés Manuel, viniendo del panismo calderonista, su piedra filosofal en la defensa de su propio fracaso contra la inseguridad convertido en bandera de resistencia soberana.

No volvería a poner a la tropa a cambatir sicarios. Nunca más. La defensa de los derechos humanos fue el argumento escondite de sus miedos.

Porque la mortandad significaba activismos defensores de los derechos humanos y condenas contra los excesos de fuerza del Estado y pérdidas de popularidad y de sufragios necesarios para las mayorías legislativas calificadas que requerían sus reformas constitucionales estratégicas, como la del Poder Judicial. Y, además, con ese Poder Judicial que veía amenazados sus colosales privilegios y que enfrentaba al Ejecutivo obradorista con toda suerte de atropellos y negaciones y boicots y enfrentamientos contra sus iniciativas esenciales, como las energéticas, también era imposible procesar criminales mayores, si además las Policías y las Fiscalías del país eran nidos de corrupción y de complicidad con ellos, y por tanto también imposibles de erradicar, lo que hacía del Poder Judicial y del sistema penal entero un sólido bastión protector del ‘narco’ (y de todos los delincuentes de alto rango, incluidos algunos exPresidentes a quienes Andrés Manuel prefería usar como objetos de propaganda y de denuncia en la opinión pública, porque jamás hubiese podido hacer que fuesen culpados en los tribunales, y menos a través de una Fiscalía federal tan mediocre, inservible y pusilánime como la de Alejandro Gertz Manero).

De modo que decidió cruzarse de brazos contra el crimen y prefirió alegar defensas en su favor que sólo iban de lo absurdo a lo ridículo (por sanguinarios que fuesen los sicarios tenían derechos humanos que había que respetar y defender, por ejemplo, y además eran lo que eran, matones y despiadados, sólo porque eran pobres y crecían en la miseria sin oportunidades; no había una condición humana criminal por naturaleza sino sólo afectada por su situación social) por más que esa postura lo exhibiera más cerca de los criminales y lo hiciera blanco de sus opositores y de cuantos pudieran identificarlo como el narcoPresidente que, más que los criminales que gobernaron y saquearon al país antes que él llegara a presidirlo por la izquierda, ahora, tras su retiro, debía pagar las culpas de su alianza con los delincuentes.

Por impotencia frente a la inmundicia política y jurisdiccional generalizada, y a sabiendas de que una victoria sólo empezaba por limpiar el estercolero histórico de la narcopolítica nacional y volver a llenar de cadáveres de criminales el país, lo que significaba acusaciones de crímenes de Estado y pérdida de popularidad y del liderazgo electoral necesario y contundente para ganar las reformas constitucionales estratégicas y la sucesión presidencial, Andrés Manuel decidió que el país siguiera perdiendo la batalla contra el crimen organizado.

Hoy día el país presidido por Claudia la sigue perdiendo.

Y no es la guerra contra el fentanilo la más importante por ganar, porque esa depende de que el mundo de viciosos ‘americanos’ dejen de serlo, lo que supondría el imposible de que también dejaran de pertenecer al pueblo hedonista, infeliz y de todas las patologías y perversiones morales y bélicas que no tiene mas remedio que seguir siendo hasta su decadencia total y su extinción absoluta.

La guerra de Claudia y del país que preside contra la violencia y el expansivo dominio del ‘narco’ tiene que privilegiar el combate a la simulación y el cinismo políticos cuyas prácticas de poder son cada más descaradas y ordinarias dentro de su propio partido y sus aliados verdes.

Tendría que ser, por ejemplo, contra la adecuación que hacen los Gobernadores a sus intereses y negocios de poder de la reforma constitucional del Poder Judicial sin que nadie se los impida.

Contra ese tipo de contrarreformas que envilecen las autonomías de los Tribunales Superiores de Justicia y de las Fiscalías estatales, donde en contra del espíritu reformador del Constituyente federal se tuercen los principios de las soberanías republicanas, se establece un control político más sólido de los gobernantes sobre el sector jurisdiccional, y en el libertinaje impune del falso reformismo los únicos que se fortalecen son los narcoGobiernos y sus sociedades criminales.

Es decir, se legitima la delincuencia gobernante y su sociedad con los grupos del ‘narco’ que terminan ejerciendo el poder público desde dentro o desde fuera del mismo.

Se legitima con el voto parlamentario calificado y absoluto del obradorismo.

Las contrarreformas no revocadas quedan como reformas constitucionales locales y el crimen se institucionaliza.

Los Gobiernos hacen de la ley y de los patrimonios públicos lo que les da la gana.

La guerra contra el ‘narco’ por el fentanilo y la propaganda que se despliega en torno suyo encubren las demás actividades industriales que despliegan los grupos criminales en casi todo el país (extorsión, trata, cobro alternativo de servicios públicos, control de mandos policiales, apropiaciones inmobiliarias, participación en actividades económicas y empresariales, etcétera) al amparo de Fiscalías, tribunales y Gobiernos y que poco importan a los ‘americanos’.

Las reformas constitucionales y las disposiciones federales se ajustan a las conveniencias de los cacicazgos gobernantes locales.

Si Claudia no advierte que los más corruptos de entre sus propias filas partidistas y aliadas son los principales factores del ascenso político del ‘narco’, el país está perdido.

Por benigna que sea la posibilidad de que el Gobierno ‘americano’ priorice la guerra contra el narcoterror y de que el mexicano contribuya (sí, sí: con respeto a la soberanía entre iguales y con acciones de colaboración y coordinación y todo eso que reclama la Presidenta), la narcopolítica se seguirá imponiendo en el país si en lugar de alianzas y compromisos oficiales con sus representantes públicos no se les identifica como tales, no se les pasa por el filtro de la Inteligencia y de la ley, y no se les consigna como impostores y como integrantes del crimen organizado que en realidad son.

SM

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