Agustín Labrada
Caída libre impone, conceptualmente, una elección. La libertad, tan limitada, de decidir caer. Por eso este título engloba historias de seres que –mostrando sus oscuridades– se hunden con actos y emociones en abismos humanos.
Estos cuentos de Carlos Martín Briceño acogen a personajes urbanos, cínicos y antiheroicos, que persisten en controlar la condición humana y fracasan, pues la vida los pone en dilemas dolorosos que no pueden vencer.
Con lenguaje diáfano, Carlos emplea diversos puntos de vista y modelos narrativos para sus fábulas: amores desechos, demagogias de la intelectualidad, muertes… en situaciones tan alarmantes como cotidianas.
En ciertas narraciones, prevalece la escuela realista con inclinación hacia el realismo sucio y en otras, en un formato próximo al de Julio Cortázar, se fusionan esos cánones realistas con desenlaces oníricos.
En contextos muy estilizados, tanto en la forma como en la escritura misma, el autor sitúa anécdotas algo feroces, donde se revelan las fallas de hombres y mujeres, capaces de hacer el bien y el mal al mismo tiempo.
Caída libre está marcado por una visión crítica hacia la sociedad burguesa, sus dudosos valores, sus farsas tan profundas, que se pone de relieve en los diálogos, el fluir sicológico y las transgresiones de turbios personajes.
No es un libro complaciente y tampoco una arremetida sin asideros, pues toda la denuncia –diseminada en la ficción– se argumenta con irrebatible solidez evidenciando doble moral, ambiciones y disímiles mezquindades.
Son narraciones donde Carlos Martín retrata texturas sociales del nuevo siglo en México como hizo Balzac con la sociedad francesa decimonónica, destronando su aparente esplendor para que floreciera el auténtico subsuelo.
Algunos de estos relatos pueden parecer pintorescos en su superficie como el de turismo sexual a Cuba a modo de escape o el del taller literario al que asisten siete damas yucatecas con más dinero y soberbia que talento.
Otros como “El cielo perdido”, “Insomnios” y “Saldos” son flechas que derrumban la quimera occidental del matrimonio, mientras que “Casi lo que ella buscaba” y “Cabriolas” rozan la fantasía, pero en todos late el fatalismo.
Aunque no es un conjunto monotemático, muchas de estas historias se ciñen a parejas cuyas relaciones se encuentran en crisis o convocan sus dramáticos funerales a causa del hastío, el peso doméstico o la amenazante infidelidad.
Los protagonistas de Caída libre son entes apolíticos y clasemedieros, infames en su intimidad y atados a las apariencias que trae la efímera moda, hipócritas en su tribu y tan miserables que generan una terrible lástima.
En “El retrete”, la narradora es una mujer que, mientras defeca, reflexiona, llena de frustraciones, en un monólogo interior de perfil joyceano, sobre el vacío de su existencia parasitaria como esposa de un hombre rico.
La mayoría de los cuentos está narrada en primera y en tercera persona del singular, en estructuras ortodoxas y ámbitos costumbristas, con matices confesionales, menos “Piso 17”, que es contado en segunda persona.
Con este punto de vista, en “Piso 17” se ahonda más en la sicología del personaje protagónico, y se desnuda el miedo que recorre a todo el libro: la traición amorosa y sus secuelas, y con ello el tema básico: la incertidumbre.
El trazo de los personajes resulta verosímil en casi todo el volumen, aunque algunos secundarios se hallan al borde del estereotipo como el padrote habanero, el fabricante estadounidense y el veneciano dueño de un restaurant.
Estereotipados o no, todos los fantasmas descritos exponen heridas y arrojan zarpazos, ansiosos por riquezas materiales, confusos en sus sentimientos y con temor a que la propia suerte les cobre sus deudas.
Este libro no asume áreas posmodernas, pero sí incorpora ganancias de la tradición con los aportes estructurales de James Joyce, un parcializado minimalismo de Hemingway y las exploraciones imaginativas a lo Cortázar.
Pese a las contextualizaciones contemporáneas, en los cuentos se manejan temáticas perdurables como la relación de pareja y los modos de leer tales interdependencias tanto en el plano físico como en el nudo espiritual.
Entonces, Martín no le apuesta a una peligrosa novedad, que en poco tiempo puede convertirse en hojarasca, sino a compartir del modo más sincero posible “monstruosidades” sicológicas que hacen al hombre más humano.
Salvo las dos prostitutas cubanas, la bailarina nocturna y el yucateco empleado de un bar, ninguno de estos fantasmas tiene carencias económicas reales ni consume sus noches en rincones donde rige la aplastante pobreza.
La pobreza no se traduce aquí en escasez y hambre, sino en esos barrancos subjetivos que ceden al naufragio y condenan a sus dueños a padecer sin fe, sin imaginación, sin autoestima… en un mundo hostil.
Quizá por todo ese entorno aterrador, algunos habitantes de este libro deciden evadirse convirtiéndose en lagartos, aspirando el sueño de una adivina hindú o huyendo hacia una isla del océano Pacífico, pero no logran escapar.
Esos habitantes están condenados a sufrir en su cárcel labrada con prosa, reos de sus pasiones. Así, la oscuridad –en complemento con la luz– anuda esta galería dantesca que Carlos nos expone como un largo suicidio.