Signos
Que patética y prehistórica se advierte en estas horas civilizatorias la polémica política en que se decide sobre la concepción y los derechos inaugurales de un feto, al margen de las decisiones de su procreadora respecto del mismo y de su propio cuerpo. Es tan significativa y tan indispensable dicha discusión para el desarrollo y el destino de los pueblos, como la de las definiciones morales del cavernícola Estado clerical sobre la herejía o no de quienes podían tener derecho a vivir y a ser ‘libres’, o ser castigados y descuartizados o quemados como engendros maléficos y enemigos de la normalidad aceptada y la virtud espiritual bendecida por los representantes oficiales de la verdad absoluta.
Hoy día siguen existiendo Estados de Dios, con sus instituciones primitivas y sus bárbaras tradiciones enemigas de los derechos fundamentales de toda persona. Pero en naciones laicas y de representación plural, seguir en la disputa aberrante -y en los escenarios políticos más plagados de perversidades e intereses de poder y de lucro- sobre la probidad tolerada de una mujer y la validez de sus derechos y sus libertades según decida sobre sus embarazos -consignados como prerrogativas de Estado en tanto hábitats de individuos en vías de desarrollo prenatal, y por lo cual su interrupción es un asesinato y un atentado contra la sociedad-, es una manifestación de los prejuicios patológicos que arrastran desde sus ancestros inquisitoriales y los más resistentes legados de injusticia que siguen reproduciendo y derogando la consistencia democrática de sus sistemas de poder.
Cuando el mundo está más informatizado que nunca e integrado al extremo por los males planetarios terminales que ha producido; y cuando la modernidad extrema de la salvación posible confluye con los signos inequívocos de la entropía y la inviabilidad del porvenir; en esta hora frontera de los milenios transcurridos sigue habiendo expresiones de atraso y animismo del principio de los tiempos como esa, la discusión del aborto, y como otra peor: la controversia por la eutanasia.
Porque informatización, claro, no es capacidad de pensamiento. Percibir y enterarse no es razonar, deducir, concluir críticamente y actuar en consecuencia contra los males advertidos, por supuesto. El humanismo está en una etapa tan terminal como la de la humanidad porque esta es la consecuencia inevitable de la decadencia última de aquel.
Y en esa inercia catastrófica siguen deliberándose cosas tan absurdas como si decidir sobre los duelos y los particulares sufrimientos y calvarios de cada cual y ponerles fin con dignidad y con entera libertad y en cualquier momento que quiera y determine -consciente y voluntariamente- el potencial suicida, debe ser su legítimo derecho o no, o si el Estado debe seguir determinando que esos destinos tan íntimos y particulares, por más apremiados que estén debido a su difícil y compleja y personal circunstancia, le pertenecen en exclusiva -como los fanáticos religiosos entienden que les pertenece a Dios- y debe mantener la prohibición, por demás inhumana, de no favorecer al suicida con la legalidad de que alguien pueda auxiliarlo a terminar con su existencia y sus pesares, no sólo sin tener que ser culpable de delito alguno, sino como el ejercicio de un acto tan ordinario cual el de un servicio médico más o el de ayudar y servir a alguien. Porque donde el Estado asume la potestad de Dios -según los creyentes en los credos de sus presuntos intermediarios y herederos de la voluntad inapelable de ese Dios, en las distintas versiones de su confección humana- y determina que la voluntad de uno mismo sobre el fin de su propia vida es ilegal, y que el auxilio y la muerte asistida es un delito, por humanitaria y benigna que sea, entonces ese Estado, en esencia, por moderno y democrático que se proclame, seguirá siendo un Estado inhumano, irracional y fundamentalista.
Nada más civilizado y generoso, en tiempos de pandemias, holocaustos finales e infiernos anímicos y depresivos, que renunciar a la criminalización del aborto, la eutanasia y otros derechos humanos naturales confiscados por los dogmas de la fe y del Estado. Nada más sensible y más sensato en estos tiempos abominables, que no empeorarlos con mezquindades y tratar de renunciar a las cóleras atávicas y a los confinamientos dolosos y a los afanes más míseros y punitivos del espíritu, y ponerse más del lado del equilibrio emocional, del respeto intelectual, del eclecticismo crítico, y de las más progresistas y amplias libertades posibles.
SM