El bestiario
Pepe Flores cumplía órdenes del alcalde, José Luis Abarca, y también de su esposa, María de los Ángeles Pineda, ambos militantes del PRD, en tiempos todavía de Andrés Manuel López Obrador, antes de su Morena. “En este territorio bipolar, el Carnaval coexiste con el apocalipsis. El emporio turístico de Acapulco y la riqueza de los caciques contrasta con la pobreza de la mayoría, y el narcotráfico no es la principal causa de su deterioro”, escribe Juan Villoro. Los gobiernos federales de Felipe Calderón (PAN) y Enrique Peña Nieto (PRI) recurrieron a métodos ilegales para combatir a la delincuencia organizada en el marco de una impunidad casi total hasta ahora. Alberto J. Olvera del Instituto de Investigaciones Histórico-Sociales de la Universidad Veracruzana, emula a Emile Zola con otro ‘Yo acuso’: “El Estado fue el que desapareció a cientos de personas en Veracruz y probablemente a miles a nivel nacional. Entregar la seguridad del país a las fuerzas del orden en la ausencia de instituciones de justicia operativas es garantizar la violación de los derechos humanos”…
Santiago J. Santamaría Gurtubay
Ante la excesiva politización de este trágico caso, posiblemente nunca conozcamos la ‘verdad’ que satisfaga a familiares y amigos de los normalistas y a una escéptica opinión pública nacional e internacional. El relato oficial, cuestionado por la OEA (Organización de Estados Americanos) y forenses argentinos, sostiene que la noche del 26 al 27 de septiembre de 2014, los 43 estudiantes, tras ser capturados por la Policía Municipal de Iguala, fueron entregados a los sicarios de Guerreros Unidos, que les asesinaron e incineraron en el recóndito vertedero de la vecina Cocula. “En este territorio bipolar, el Carnaval coexiste con el apocalipsis. El emporio turístico de Acapulco y la riqueza de los caciques contrasta con la pobreza de la mayoría, y el narcotráfico no es la principal causa de su deterioro”, escribe Juan Villoro. Un muerto volvió a la vida. El jefe de la Policía Municipal de Iguala, Felipe Flores Velázquez, fue detenido tras dos años de fuga. Considerado el lugarteniente del alcalde, José Luis Abarca, y también el brazo ejecutor del cártel de Guerreros Unidos en la ciudad, su captura iba a suponer un salto de gigante en la investigación. No ha sido así.
Pepe Flores, al que muchos policías daban por eliminado, tiene las claves de lo que ocurrió aquella trágica noche del 26 al 27 de septiembre de 2014. No sólo dio la orden de arrestar a los 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa sino que fue el encargado de entregarlos, según la reconstrucción oficial, a los sicarios acusados de su liquidación. Su testimonio pudiera haber arrojado luz sobre estos controvertidos hechos. O también sombras. Pero en cualquier caso anunciaba una sacudida de proporciones aún desconocidas. Los detalles de su captura permanecen en la penumbra. Fuentes oficiales señalaron que el arresto se efectuó a las 6,30 de la madrugada, en la misma Iguala, cuando visitaba a su esposa. Su captura en la ciudad donde imperó a sangre y fuego era una clara muestra de su impunidad y suponía otra muesca a una investigación ya de por sí vapuleada.
Tras 130 detenidos, 422 resoluciones judiciales y 850 declaraciones, la noche de Iguala aún espera su amanecer. La versión oficial no ha logrado su principal objetivo: convencer a la ciudadanía. Las dudas sobre aspectos clave como la hoguera donde supuestamente ardieron los normalistas y la inacción del Ejército, prendió un fuego mayor, el de la desconfianza. Abrasados por ella, fueron cayendo los sucesivos puntales de la investigación. Primero, el procurador general de la República, Jesús Murillo Karam; después el jefe de la Agencia de Investigación Criminal, Tomás Zerón. Ni siquiera la intervención de un grupo de expertos independientes logró restablecer el equilibrio. Por el contrario, sus diferencias con la Procuraduría desembocaron en un sonoro portazo y nuevas dudas.
En este escenario, la figura del jefe policial de Iguala pudo ser decisiva. Su proximidad a los hechos y, sobre todo, su papel nodal entre el cártel de Guerreros Unidos y la autoridad civil eran claves para entender la implicación del Estado en la desaparición de los 43 estudiantes. Y también en crímenes previos que alimentaron el aberrante clima de impunidad que se vivía en Iguala. Los testimonios señalan que Flores era el principal verdugo del clan Abarca. Él dirigía con ayuda de sus agentes las operaciones de secuestro y tortura, y luego entregaba a las víctimas a su jefe para que las liquidase. Esto ocurrió en mayo de 2013 con el líder campesino Arturo Hernández Cardona. El relato de un superviviente muestra cómo después de obligarle a cavar su tumba, Flores lo entregó al alcalde de Iguala, que le mató de dos disparos. Uno en el pecho y otro en la cara.
Pese a esta clamorosa complicidad con Abarca, de quien también es primo, Flores burló durante dos años la persecución policial. Su fuga mostró la debilidad de las instituciones y fue un presagio de cómo se desarrollarían las primeras etapas del caso. En la noche de los hechos, el jefe policíal informó a otras fuerzas de seguridad de que no se habían registrado detenciones. Y cuando en los días siguientes, todas las miradas estaban puestas en él y en su evidente implicación, acudió a declarar al ministerio público, entregó a sus agentes y salió por la puerta grande para no volver a la luz. Su huida supuso un golpe terrible a la credibilidad de la investigación y, aunque el alcalde cayó al poco tiempo, alimentó durante todos estos meses la sospecha. Capturado, muchos esperaban que su testimonio aportara algo de luz. Sin embargo, optó por la misma línea de defensa que su primo, negando su participación en las desapariciones. En su mano y en la de la Justicia, estaba el aclarar uno de los crímenes más dolorosos de México.
Cuando estaban subiendo a los normalistas en los coches, hicieron su aparición unidades de la Policía Federal, una fuerza del Gobierno
La hoguera en la que México arde desde la noche del 26 de septiembre de 2014 está destinada a no apagarse nunca. La reconstrucción del secuestro y muerte de los 43 estudiantes de Ayotzinapa aún ofrece zonas ciegas y sorprendentes bifurcaciones. La última puerta la abrió, gracias a un testigo protegido, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH). En una inesperada vuelta de tuerca, el presidente de este organismo público presentó una línea de investigación que implica en la matanza a la Policía Federal, pide revisar el papel del Ejército, ofrece nuevas escenarios para las desapariciones y aporta un tenebroso e inédito personaje a la trama: un líder criminal llamado ‘El Patrón’.
Las revelaciones parten de un testigo presencial que no participó en los crímenes. Su relato, según la comisión, ha sido corroborado por “diversas pruebas” y se centra en uno de los tres autobuses implicados en la tragedia: el Estrella de Oro 1531. Un transporte que la Policía Municipal de Iguala, embarcada aquella noche en una feroz persecución de los normalistas, detuvo a balazos junto al Puente del Chipote. Dentro iban de 15 a 20 estudiantes, entre ellos, Alexander Venancio Mora, la única víctima cuyos restos han sido identificados hasta la fecha. Rodeados por los agentes, los normalistas evitaron bajar del autobús. Pero la fuerza pudo más. A golpes y con gases lacrimógenos fueron sometidos. Una vez en el asfalto, les pusieron boca abajo y los esposaron. Fue entonces cuando los policías se dieron cuenta de que no tenían coches suficientes para transportarlos y pidieron apoyo a los agentes de la localidad de Huitzuco (16,000 habitantes). Acudieron tres patrullas. Cuando estaban subiendo a los normalistas en los coches, hicieron su aparición dos unidades de la Policía Federal, una fuerza que depende del Gobierno central.
¿Qué hacer con los estudiantes? Decidieron conducirles ante ‘El Patrón’, cabecilla de Guerreros Unidos, para que decidiese su destino
Se inició entonces una macabra discusión. ¿Qué hacer con los estudiantes? “Por consenso”, según el relato de la comisión, decidieron conducirles ante un extraño personaje llamado ‘El Patrón’, posiblemente un cabecilla del sanguinario cártel de Guerreros Unidos, para que decidiese su destino. Las patrullas municipales de Huitzuco se los llevaron. Fue la última vez que se les vio con vida. Lo que ocurrió después es un misterio. La investigación no aclara si los detenidos fueron agrupados con el resto de normalistas capturados en Iguala y entregados al cártel de Guerreros Unidos para su eliminación. Pero, en cualquier caso, esta versión ofrece un ángulo inédito de aquella noche. Y por ello mismo viene cargada de dinamita. ¿Cómo es posible que hasta la fecha no se conocieran estos detalles? ¿Ni que Huitzuco figurase en la geografía del crimen? La misma CNDH sostiene que sus pesquisas han sido obstaculizadas y que las empresas que deberían haber informado ocultaron los hechos a la fiscalía y encubrieron a los criminales.
Pero la onda expansiva va mucho más allá de una nueva fisura en la “verdad histórica”, como denominó a su versión el entonces procurador general. Las implicaciones de esta reconstrucción, aunque no sean incompatibles con la hipótesis oficial del asesinato y quema en el basurero de Cocula, amenazan con abrir una nueva crisis de confianza. La presunta participación de la Policía Federal no sólo pone en entredicho a este cuerpo, sino a sus superiores políticos. Tras investigaciones iniciadas 42 meses atrás, es difícil entender cómo no se llegó antes a determinar la participación de sus agentes. Y en el mismo brete queda el Ejército. Cómo recuerda la Comisión Nacional de Derechos Humanos, está demostrado que al menos un militar acudió esa noche al Puente del Chipote, presenció el enfrentamiento con los agentes y tomó cuatro fotografías. ¿Por qué no hicieron nada?
Con la Policía Federal y el Ejército salpicados, el fuego de la polémica ha vuelto a prender. La Procuraduría General de la República se apresuró a asegurar que investigará hasta el último detalle y que el testigo ha quedado bajo protección federal. Pero, como ya es una constante con el caso Iguala, su destilado de muerte y corrupción ha vuelto a despertar el escepticismo y a confrontar a México con sus peores espectros. “Lo sucedido a los estudiantes normalistas de Ayotzinapa constituye la más cruda expresión del horror y del enorme poder corruptor que pueden lograr las organizaciones criminales en nuestro país”, afirmó el presidente de la CNDH. La hoguera, hasta nuevo aviso, sigue ardiendo.
Hay un fuego que México posiblemente nunca logre apagar. El debate sobre la hoguera del basurero de Cocula, donde supuestamente mataron y prendieron fuego a los 43 normalistas de Ayotzinapa, tomó un nuevo impulso. El grupo de expertos encargado de determinar si hubo tal incendio, puesto en duda por las familias de las víctimas y una comisión de la Organización de Estados Americanos (OEA), hizo público su informe. El estudio sostiene que en el lugar se registró un “evento de fuego controlado de grandes dimensiones”, donde “al menos 17 adultos fueron quemados” y que existe la “posibilidad” de que los 43 estudiantes ardieran ahí, aunque para determinar este último punto se requiera de una “prueba a gran escala”.
Las conclusiones fueron leídas por uno de los especialistas encargados del estudio, Ricardo Damián Torres, en la sede de la Procuraduría General de la República. Al acto, pese a su importancia, no asistió ningún miembro de la comisión de la OEA. Este equipo, conocido como GIEI, había rechazado la posibilidad de un incendio en Cocula. El descarte se basó en el trabajo del perito internacional José Torero, quien estableció que en el basurero no se habían hallado evidencias de que se hubiese quemado ni un solo cuerpo. La explosiva tesis, apoyada por las familias, puso contra las cuerdas la reconstrucción oficial. Si no hubo fuego, tampoco eran ciertas las confesiones de los supuestos asesinos y, como en un árbol envenenado, decaía la mayor parte de la investigación. Los nuevos resultados, de los que no se ofreció el informe y sólo fueron enunciados, devuelven la iniciativa a la Procuraduría y dieron un respiro a la vapuleada versión oficial. Un relato que sostiene que la noche del 26 al 27 de septiembre de 2014, los estudiantes, tras ser capturados por la Policía Municipal de Iguala, fueron entregados a los sicarios de Guerreros Unidos, que les asesinaron e incineraron en el recóndito vertedero de la vecina Cocula.
Pero la tranquilidad no durará mucho. El último análisis difícilmente devolverá el equilibrio a un caso que ha atormentado a México desde sus inicios. La impunidad y violencia desatada la noche de Iguala horrorizó a una sociedad harta de soportar los abusos del crimen organizado y su connivencia con el poder. La muerte trajo consigo la indignación; y con ella emergió la desconfianza. La precipitación en las investigaciones y el rechazo de las familias, que aún daban por vivos a los estudiantes, impidió que la versión oficial prosperase. La postura del GIEI y de un equipo de forenses argentinos ahondaron estas dudas. El choque con las autoridades no se hizo esperar. Para amainar la tormenta, cuyos devastadores efectos políticos alcanzaron al mismo presidente, Enrique Peña Nieto, la Procuraduría abrió las puertas a un posible entendimiento: acordó con el GIEI la formación de un equipo de seis expertos para analizar las trazas de fuego en Cocula y poner fin a la polémica. El resultado fue presentado. Y nuevamente llegó el estallido. El GIE respondió en un comunicado que el anuncio de las conclusiones fue decidido unilateralmente por la Procuraduría y que rompía los acuerdos entre ambas instituciones: “El experto Ricardo Damián Torres nos señaló que no se había podido determinar si el hecho habría ocurrido o no, y que el equipo necesitaba nuevos estudios y pruebas experimentales para determinarlo. Sin embargo, en su mensaje hizo alusión a partes del contenido de un informe provisional que ni siquiera han sido analizadas por el GIEI y, más grave aún, ni son de consenso de los expertos de fuego”.
La herida de Iguala aún tardará años en cicatrizar; la muerte, esa vieja amiga de México, aún está demasiado presente
Roto el pacto de trabajo, las familias no dan por cerrado el caso. Y una parte importante de la sociedad mexicana ha quedado frustrada por los incesantes vaivenes de las pesquisas. Aunque lleguen nuevos resultados y se avance en la línea oficial, la herida de Iguala aún tardará años en cicatrizar. La muerte, esa vieja amiga de México, aún está demasiado presente. La hoguera del caso Iguala sigue prendiendo la polémica. Tras el respaldo dado por una comisión de expertos a la versión oficial, las críticas no han dejado de sucederse. Entre ellas destaca la del Equipo Argentino de Antropología Forense, un grupo multidisciplinar que ha tenido acceso privilegiado a la zona de estudio y que ha elaborado informes a petición de los familiares de las víctimas. En un comunicado, los peritos australes insistieron en que no hay evidencias para inferir que los restos óseos y los rastros de fuego hallados en el basurero de Cocula correspondan ni a los normalistas ni a la supuesta pira en la que ardieron.
La Procuraduría General de la República estableció que en noviembre de 2014 los sicarios de Guerreros Unidos hicieron desaparecer los cuerpos de los 43 normalistas (o una parte de ellos) mediante una inmensa hoguera en el citado vertedero. Esta versión, que el entonces procurador general calificó de “verdad histórica”, fue rechazada desde el principio por los familiares de las víctimas. Sus dudas recibieron el respaldo del equipo argentino, cuyo informe, aunque sin facilitar un relato alternativo, desacreditaba la reconstrucción oficial. Su contundencia generó una fuerte polémica y sirvió de base, junto a las conclusiones de una comisión de la Organización de Estados Americanos (OEA), para poner contra las cuerdas a la Procuraduría.
El equipo argentino insiste en que no se cuenta con ninguna evidencia sobre a quién corresponden los restos recuperados en el basurero
La reacción no tardó en llegar. Tras la polémica, la Procuraduría y la comisión de la OEA acordaron formar un equipo de seis especialistas de renombre internacional para analizar las trazas de fuego en Cocula y cerrar la crisis con una conclusión definitiva. Esta se hizo pública y venía a dar la razón a la versión oficial: en el vertedero se había registrado un incendio de grandes dimensiones, donde al menos 17 adultos habían sido incinerados. Además, los expertos dejaban abierta la puerta a un estudio de mayor escala para determinar si la totalidad de los estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa habían sido quemados ahí.
Este resultado ha hecho tambalear la investigación del equipo forense argentino. Por ello, rápidamente emitieron un comunicado en el que, pese a no haber tenido acceso al informe de los expertos, tratan de minimizar su alcance mediante dos argumentos básicos. El primero es que, a juicio de los peritos australes, el panel de especialistas no especifica cuándo ocurrió el incendio, lo que abre las puertas a que se trate de un fuego anterior. La Procuraduría, sin embargo, en una nota oficial especificó que el estudio se refiere a un fuego ocurrido la noche del 26 al 27 de septiembre de 2014, fecha de la desaparición de los normalistas.
En segundo lugar, el equipo argentino insiste en que, a su entender, no se cuenta con ninguna evidencia sobre a quién corresponden los restos humanos recuperados en el basurero de Cocula, ni cuándo fueron depositados en dicho lugar. La Procuraduría, que no ha hecho públicos los datos en que se basan los expertos para emitir su juicio final, ha recordado que la comisión visitó el lugar de los hechos y tomó en consideración el trabajo previo del equipo argentino para establecer sus conclusiones. Las espadas, como se ve, siguen en alto.
El alcalde de Iguala y su mujer han vivido de la corrupción, la violencia y el narco, desde la cárcel, niegan saber nada de los 43 desaparecidos
Eran las siete y cuarto de la tarde de un viernes cuando Naborina Salgado Macedonio oyó seis detonaciones trepar por el hueco de la escalera. Abajo, en el descansillo de la entrada, había quedado sin vida Justino, su hijo. Un balazo le había atravesado el rostro, otros dos el abdomen; los tres restantes no encontraron a su víctima. La reconstrucción policial demostraría que, antes de morir, el hombre, vestido aquel día con su guayabera más blanca, había intentado subir las escaleras para buscar refugio en la casa de su madre. Los sicarios no lo permitieron. Nunca se supo quién lo mató, o nunca se quiso saber, pero en Iguala hay cosas que se entienden sin necesidad de palabras. Justino Carvajal Salgado, procedente de una familia con fuertes raíces políticas en Guerrero, era el síndico-administrador del Ayuntamiento, el eterno y fallido aspirante a la alcaldía y un funcionario harto de las injerencias de María de los Ángeles Pineda Villa, la esposa del regidor. A su muerte, siguió el silencio y a este, un gesto elocuente. Un año después del crimen, el 8 de marzo de 2014, se celebró en el cabildo un homenaje en su memoria. El alcalde, José Luis Abarca Velázquez, se levantó y, a la vista de todos, se marchó antes de que empezase. Nadie se atrevió a preguntar por qué.
Al regidor de Iguala, ahora encarcelado junto a su esposa como autor intelectual de la desaparición (y probablemente, matanza) de los 43 estudiantes de magisterio, siempre le siguió una sombra de terror. De pelo corto, cuerpo depilado y músculo de gimnasio, le gustaba moverse a solas por una tierra donde los políticos no dan un paso sin un enjambre de escoltas. A veces, al volante de su deportivo gris, llegaba conduciendo sin ninguna protección al Palacio del Gobierno, en Chilpancingo, y ante los otros alcaldes hacía demostración de lo que todos sabían: que él, a diferencia de sus compañeros, no tenía nada que temer. Quienes le han tratado le recuerdan como un pequeño déspota, tajante en sus respuestas y con dificultades para enhebrar un razonamiento complejo. A la prensa, cuando se dignaba a responder, siempre contestaba que todo iba bien. Y cuando los asuntos eran espinosos, que él no sabía nada. Eso dijo cuando le inquirieron por el asesinato el 1 de junio de 2013 de su principal adversario político, el ingeniero Arturo Hernández Cardona, líder de Unidad Popular, y a quien, según declararía meses después un testigo, había ultimado él personalmente de dos tiros.
Y tampoco supo nada después de la masacre de Iguala. Con los cadáveres aún calientes de seis personas, cinco muertos a balazos y otro desollado vivo, Abarca aseguró con su estilo tajante que no se había enterado, que él había pasado la noche bailando rancheras con su esposa y que, ya de mañana, todo estaba tranquilo y en calma. En aquel momento no se conocía aún la desaparición de los 43 normalistas. Para cuando se descubrió, él y su esposa se habían fugado. Nadie duda de que en su huida recibieron ayuda de Guerreros Unidos. Una organización salvaje, surgida del colapso del imperio de Arturo Beltrán Leyva, el Jefe de Jefes, e íntimamente conectada a su esposa. Dos de sus hermanos, Alberto y Mario, habían hecho carrera en el narco. Empezaron a principios de 2000 en Guerrero, como pequeños vendedores de droga, pero poco a poco ascendieron en la escala del crimen hasta que el cartel de Sinaloa, en aquellas fechas en manos de ‘El Chapo’ Guzmán, les abrió las puertas al tráfico de cocaína procedente de Colombia y Venezuela. Cumplido este cometido, recibieron un encargo más venenoso: abrir una sucursal de sicarios en Guerrero para enfrentarse a la expansión de los Zetas y la Familia Michoacana. El resultado fue el embrión de Guerreros Unidos.
Cuando ‘El Chapo’ se separó de Beltrán Leyva, los hermanos Pineda se apuntaron aparentemente al bando de este último. En diciembre de 2009 una mano asesina arrojó sus cadáveres a la carretera de la Ciudad de México a Cuernavaca. Supuestamente habían intentado traicionar al Jefe de Jefes. Ese mismo año, un tercer hermano, Salomón, ingresó en prisión por narcotráfico y posesión de armas. Al salir de la cárcel, se integró en Guerreros Unidos como uno de los cabecillas. Para completar este abismal círculo familiar, la madre ha sido señalada como testaferro del narco. Hace un año la secuestró un cartel rival. Maniatada y con los ojos tapados, fue obligada a contar ante una cámara los pormenores de su familia, entre otros, que su yerno protegía los intereses de Guerreros Unidos.
Lázaro Mazón, antiguo alcalde por el PRD y en sus últimos tiempos hombre fuerte del candidato presidencial Andrés Manuel López Obrador
Con esta parentela, a pocos les extrañó la fulgurante escalada social del matrimonio. En pocos años, habían pasado de vender sandalias y sombreros de paja a poseer 17 propiedades entre ellas el centro comercial Los Tamarindos, el mayor de la ciudad. Desde esta plataforma, Abarca dio el salto a la política de la mano del factótum local Lázaro Mazón, ahora fulminado por el escándalo. Mazón, antiguo alcalde de Iguala por el PRD y en sus últimos tiempos hombre fuerte en la zona del candidato presidencial Andrés Manuel López Obrador, intercedió en su época de senador para lograr la cesión de terrenos sobre los que se construyó el centro comercial. Una vez alcanzada la alcaldía, Abarca fue, día a día, cediendo el terreno a su esposa. La primera dama de la ciudad de provincias venía con hambre de poder. Ella era la que aparecía en las fotografías en primer plano, ella era la que, como recuerdan algunos concejales, entraba en las reuniones y daba las órdenes. Calculadora y dominante, empezó a preparar su asalto a la alcaldía. Ocupó la presidencia de un organismo público, Desarrollo Integral de la Familia (DIF), logró ser elegida consejera estatal del PRD y su próximo paso era presentar la candidatura.
En su expansión, tuvo sus primeros choques, entre ellos con su rival, el administrador municipal Justino Carvajal Salgado. Y también con el ingeniero Hernández Cardona, a quien en público llegó a amenazar de muerte. Ambos no tardaron en desaparecer del mapa. Nada parecía poder frenar su ascenso. Tenía de su parte el dinero, el cargo y, sobre todo, el poder de las tinieblas. Como ha declarado el líder de Guerreros Unidos, ahora detenido, ella manejaba las cuentas del cartel y había financiado las campañas del ya defenestrado gobernador Ángel Aguirre, del PRD. El 26 de septiembre, utilizando como excusa la presentación de su informe de actividades en el DIF, organizó un gran acto en el zócalo. Arrancaba su carrera para las elecciones de 2015. Fue justo ese día cuando llegaron a Iguala dos autobuses cargados de normalistas. Iban a recaudar fondos. Viejos enemigos políticos del matrimonio, su presencia en la ciudad encendió las alarmas.
La pareja exigió a la policía municipal, un brazo armado del cartel, que impidiese que reventasen el acto. La orden devino en locura. Los agentes atacaron a sangre y fuego a los estudiantes. Los que no lograron huir fueron detenidos y, según la fiscalía, conducidos a manos de los liquidadores de Guerreros Unidos. En un vertedero, con la precisión que dan años de práctica, se les ejecutó e incineró. Pero la pareja no se alteró. Aún tuvo tiempo para pedir su baja del cargo y abandonar Iguala con tranquilidad. Durante más de un mes su paradero fue un misterio. En la madrugada del 4 de noviembre del 2014 fueron capturados en una desdentada casa del barrio de Iztapalapa, en la laberíntica Ciudad de México. Dormían sobre un colchón hinchable. Él estaba demacrado; ella, maquillada y nerviosa. Desde entonces, han negado cualquier implicación en los hechos. Como tantas otras veces, aducen que no saben nada.
“La gran paradoja del Estado de Guerrero es que ser maestro también es un oficio de alto riesgo”, recalca el escritor mexicano Juan Villoro
Juan Villoro, escritor mexicano hizo pública una columna sobre el fuego eterno de Ayotzinapa, con el título, ‘Yo sé leer: vida y muerte en Guerrero’, donde recalca que en este territorio bipolar, el carnaval coexiste con el apocalipsis. El emporio turístico de Acapulco y la riqueza de los caciques contrasta con la pobreza de la mayoría, y el narcotráfico no es la principal causa de su deterioro… “El pasado 17 de octubre el cadáver de Margarita Santizo fue velado en la calle Bucareli de la Ciudad de México, frente a la Secretaría de Gobernación. Así se cumplía la última voluntad de la difunta, que había buscado sin éxito a su hijo desaparecido. La escena sirve de alegoría para un país donde la política amenaza con transformarse en un rito funerario. La espiral de violencia alcanzó un grado superior el 26 de septiembre con el asesinato de seis jóvenes y el secuestro posterior de 43 estudiantes normalistas en Ayotzinapa. Ese día me encontraba en la Universidad Autónoma Guerrero para dar una conferencia sobre José Revueltas. Mi anfitrión era un alto funcionario de la Universidad que en su juventud perteneció a la guerrilla de Lucio Cabañas. Hablamos del escritor comunista tantas veces encarcelado por sus ideas. Esto permitió que el académico repasara su propia trayectoria: ‘Lucio Cabañas me salvó la vida’, comentó con una peculiar mezcla de admiración y tristeza: ‘Me obligó a bajar de la sierra antes de que mataran a su gente: ‘No tienes aspecto de campesino’, me dijo: ‘Si te encuentran acá, no podrás decir que andabas sembrando; tienes que continuar la lucha donde vales más: el salón de clases’.
La exigencia del guerrillero significó la pérdida de una ilusión. Al mismo tiempo, el solitario camino de regreso a la vida civil permitió que un luchador social siguiera con vida. La gran paradoja del Estado de Guerrero es que ser maestro también es un oficio de alto riesgo. Cabañas nació en un pueblo que refutaba su nombre (El Porvenir) y se dedicó a la enseñanza primaria. Muy pronto descubrió que era imposible educar a niños que no podían comer. Al igual que otro maestro, Genaro Vázquez, creó un movimiento para mejorar la vida de sus alumnos y se topó con la cerrazón oficial. Con el tiempo, quienes enseñaban a leer radicalizaron sus métodos de lucha.
La cultura de la letra ha sido un desafío en una zona que dirime discrepancias a balazos. En los años sesenta del siglo XX, dos terceras partes de los pobladores de Guerrero eran analfabetas. La Normal de Ayotzinapa surgió para mitigar ese rezago, pero no pudo ser ajena a males mayores: la desigualdad social, el poder de los caciques, la corrupción del gobierno local, la represión como única respuesta al descontento, la impunidad policiaca y la creciente injerencia del narcotráfico. Esas lacras no son ajenas a otras partes del país. La peculiaridad de Guerrero es que el oprobio ha sido continuamente impugnado por movimientos populares.
En ‘México armado’, libro fundamental para entender este conflicto, Laura Castellanos narra el tránsito de los maestros a la guerrilla. Genaro Vázquez fundó una Asociación Cívica que recibió el repudio de las autoridades y el mote despectivo de ‘Civicolocos’. Por su parte, Lucio Cabañas creó el Partido de los Pobres, pero no logró incidir en la política local. El Gobierno ofreció a los cabecillas dinero y puestos políticos (en Guerrero, suelen ser sinónimos). Los líderes rechazaron esa salida ‘negociada’ y optaron por un camino sin retorno en la montaña…”.
La cultura de la letra, un desafío en zona que dirime discrepancias a balazos, “guerra sucia”, eufemismo de la salvaje represión de la guerrilla
La salvaje represión de la guerrilla se conoció con el redundante eufemismo de ‘Guerra Sucia’. Después de la muerte de Cabañas, hubo 173 desaparecidos. Castellanos cuenta la historia de la base aérea en Pie de la Cuesta, Acapulco, donde los aviones despegaban para arrojar disidentes al océano, inclemente recurso que también usarían las dictaduras de Chile y Argentina. En los años setenta, durante la presidencia de Luis Echeverría, México fue el país esquizoide que daba asilo a perseguidos políticos de Sudamérica y sepultaba a sus inconformes en altamar…
Juan Villoro recuerda: “Hablábamos en Acapulco de José Revueltas y Lucio Cabañas cuando supimos que seis jóvenes habían sido asesinados en el municipio de Iguala. Esta noticia del infierno venía agravada por una certeza: el horror no era nuevo; llegaba de muy lejos. En Guerrero, la violencia ha sido sistemáticamente alimentada por las masacres cometidas por el ejército y grupos paramilitares. Luis Hernández Navarro, autor de un libro crucial sobre el tema, ‘Hermanos en armas’, señala que todos los movimientos insurgentes de la región han surgido después de matanzas (la de Iguala, en 1962, produjo el levantamiento de Genaro Vázquez; la de Atoyac en 1967, el de Lucio Cabañas; la de Aguas Blancas en 1995, el del Ejército Popular Revolucionario).
¿Cuál será el saldo de 2014? El narcotráfico ha ganado fuerza en la región con la presencia rotativa de los cárteles de La Familia, Nueva Generación, los Beltrán Leyva y Guerreros Unidos. Pero no es la principal causa del deterioro. En ese territorio bipolar, el carnaval coexiste con el apocalipsis. El emporio turístico de Acapulco y la riqueza de los caciques contrasta con la pobreza extrema de la mayoría de la población. La indignante desigualdad social justifica el descontento y explica que muchos no encuentren mejor destino que sembrar marihuana o matar a sueldo”.
En 2011, el Partido de la Revolución Democrática llevó a la gubernatura a Ángel Aguirre, que había pertenecido al PRI y fungido como gobernador interino en 1999, sustituyendo a su jefe, Rubén Figueroa, responsable de la matanza de Aguas Blancas. Su elección fue un giro oportunista para sumar intereses políticos con el engañoso mensaje de una alternancia en el poder. Como los barcos que utilizan la insignia de Panamá, el PRD se ha convertido en una entidad que alquila su bandera. En la búsqueda del poder por el poder mismo, apoyó a un personaje que jamás combatiría la corrupción ni la injusticia. Al amparo de esa gestión, surgieron figuras dignas de Los Soprano, como el alcalde de Iguala, José Luis Abarca, también del PRD. De manera inverosímil, la cúpula partidista respaldó a Aguirre después de la desaparición de los estudiantes. Sólo la presión social llevó a su renuncia, que en modo alguno mitiga el eclipse del ‘Partido del Sol’ en Iguala y Guerrero.
“El Che pasó su última noche en una escuela rural. Contempló una frase, ‘Yo se leer’ en la pizarra y le dijo a la maestra que le faltaba el acento”
En la búsqueda de los normalistas desaparecidos se han encontrado fosas con otros muertos. De 2005 a la fecha han aparecido 38 criptas de ese tipo. Excavar la tierra en Guerrero es un inevitable acto forense. Durante medio siglo, los abusos de las autoridades han sido repudiados por una población pobre pero politizada. La Escuela Normal representa un centro neurálgico de la discrepancia. Conviene recordar que en los años sesenta uno de sus activistas se llamaba Lucio Cabañas. El 26 de septiembre hubo cuatro balaceras distintas y un solo blanco: los jóvenes. Con el apoyo del crimen organizado, el alcalde Abarca sembró el terror para amedrentar a los normalistas que se movilizaban para recordar a las víctimas de la matanza de Tlatelolco. Una vez desatado el mecanismo represivo, también fue acribillado un equipo de fútbol. ¿Su delito? Ser jóvenes; es decir, posibles rebeldes.
“Hay una tensión entre leer y la acción política, escribía Ricardo Piglia. Interpretar el mundo puede llevar al deseo de transformarlo. En ocasiones, la letra, y la ortografía misma, son un gesto político que desafía un orden bárbaro: ‘Podríamos hablar de una lectura en situación de peligro. Son siempre situaciones de lectura extrema, fuera de lugar, en circunstancias de extravío, o donde acosa la amenaza de una destrucción. La lectura se opone a una vida hostil’, argumenta Piglia en ‘El último lector’. El Che Guevara pasó su última noche en una escuela rural. Ya herido, contempló una frase en la pizarra y dijo a la maestra: ‘Le falta el acento’. La frase era ‘Yo sé leer’. Ya derrotado, el guerrillero volvía a otra forma de corregir la realidad.
Hace años, maestros acorralados por el Gobierno decidieron tomar las armas en Guerrero. Lucio Cabañas decidió salvar a uno de los suyos para que volviera a la enseñanza, instrumento de lucha en un país sin ley. 43 futuros maestros han desaparecido. La dimensión del drama se cifra en una frase que se opone a la impunidad, el oprobio y la injusticia: ‘Yo sé leer’. El México de las armas teme a quienes enseñan a leer. A ese país le falta el acento. Llegará el momento de ponérselo”.
Veracruz busca a sus desaparecidos en WhatsApp y redes sociales, más fosas clandestinas que municipios
Veracruz tiene más fosas clandestinas que municipios. Es la geografía del terror. Jorge Winckler, el fiscal de Veracruz, ha dado al inicio de este nuevo año 2018 cifras que ayudan a dimensionar el horror en uno de los Estados que más ha sufrido el castigo de la delincuencia organizada. En solo seis años, las autoridades periciales han hallado más de 343 fosas clandestinas en la entidad enclavada a lo largo del Golfo de México. Allí, enterrados sin nombre y con marcas de la inmutable violencia, han sido encontrados 225 cuerpos. Solo 111 personas han sido identificadas por sus familias. Pero no todo son cifras. También hay historias. Esas han sido desenterradas a lo largo de meses, años, por diversos colectivos de búsqueda. El más conocido se llama Solecito. Y únicamente pide una cosa los familiares de los desaparecidos: “Solamente ten fe”. Este grupo se comunica a través de WhatsApp y las redes sociales. En su página de Facebook publican decenas de anuncios de jóvenes, hombres y mujeres que desaparecieron sin dejar rastro. El grupo ha llevado a Internet estos anuncios, que en el mundo analógico tapizan los tablones de anuncios de los aeropuertos y las estaciones de autobuses en los municipios con el colindante Estado de Tamaulipas. En Veracruz, más de 1,000 personas se han hecho pruebas de ADN con la esperanza de que alguna autoridad les dé información sobre sus conocidos ausentes.
Las 342 fosas de Veracruz están distribuidas en 102 sitios a lo largo de 44 municipios. El Estado, que tiene 212 municipios, tiene una superficie similar a la de Irlanda o Panamá. El municipio de Veracruz, la ciudad más grande de la entidad, registra 173 fosas. Las localidades de Agua Dulce, Pueblo Viejo (Misantla), Tres Valles y Alvarado tienen 16 fosas cada una. Se pensaba que lo peor había pasado después de las sangrientas disputas entre los cárteles de Los Zetas y el del Golfo, quienes luchaban por controlar el territorio en los Gobiernos de los priistas Fidel Herrera y Javier Duarte, quien está hoy en prisión, iniciándose estos días un juicio por lavado de dinero y delincuencia organizada. En México hay 27,659 personas desaparecidas, extraviadas o no localizadas, según un registro nacional gubernamental.
“Vendidos por 43 euros” los tres italianos desaparecidos. Los napolitanos secuestrados en Jalisco fueron entregados por la policía a un cartel
“Los vendieron por 43 euros, algo monstruoso”, se lamentó indignado Francesco Russo, hijo de unos de los tres italianos desaparecidos en México, durante una entrevista a la emisora pública italiana RAI. “Los policías mexicanos vendieron a mis familiares por 43 euros de mierda, es terrible. Esos sí son criminales, no mi hermano, ni mi padre ni mi primo”, declaró Russo, quien teme por la vida de Antonio y Raffaele Russo y Vincenzo Cimmino, todos originarios de Nápoles, al sur de Italia, quienes desaparecieron el 31 de enero pasado en el municipio de Tecalitlán, al oeste de México, a 700 kilómetros de la capital. Cuatro policías, entre ellos una mujer, fueron detenidos en México acusados de la desaparición en el Estado de Jalisco de los tres italianos, a quienes detuvieron y entregaron a criminales, según anunció la fiscalía mexicana. Los policías confesaron que los “vendieron” a la delincuencia organizada de Tecalitlán, y se desconoce a qué grupo criminal. En Jalisco actúa el cartel Nueva Generación, que ha cobrado gran fuerza en años recientes, hasta convertirse en uno de los más poderosos y al que se le han atribuido distintos hechos violentos.
Francesco Russo negó que su padre, Raffaele, de 60 años, utilizara documentos falsos durante su permanencia en México, y reiteró que los tres napolitanos se encontraban en ese país para vender generadores eléctricos. “Que Italia se mueva, que nos digan en dónde están. Nosotros esperamos que estén vivos”, pidió por su parte Gino Bergamé, vocero de la familia. El caso ha movilizado a Italia, donde han sido organizadas marchas de protesta para exigir su aparición. Los familiares de los tres italianos niegan que estén involucrados con el crimen organizado y reiteran que se trata de simples comerciantes. Los tres italianos ingresaron al país para realizar actividades comerciales y no turísticas. “Uno de ellos había sido detenido en otro estado”, confirmó el fiscal. Los tres napolitanos, vendedores de generadores eléctricos y comerciantes de productos chinos, viajaron a este pequeño municipio del Estado en el occidente mexicano, en el que consta la presencia del crimen organizado.
En la tarde del 31 de enero, según información de la familia, Raffaele, de 60 años, fue el primero en desaparecer. Dos horas después, los otros dos intentaron rastrear a su familiar con la última ubicación del GPS del auto que había rentado Raffaele para manejar por la zona. Al llegar al lugar, Antonio, de 25 años, y Vincenzo, de 29 años, fueron rodeados por policías locales, según lo que ha contado la familia, y les ordenaron seguirlos a la comisaría. Antonio le envió un mensaje para informarlo de la situación: “Estábamos poniendo gasolina y unos policías nos detuvieron. Dos motos y una patrulla. Nos detuvieron y nos dijeron síganos”. “Ahora estamos siguiendo a la policía, a uno que dijo vengan con nosotros”, le dijo a su hermano en otro mensaje. El fiscal no explicó el móvil que tuvieron los policías para entregar a los ciudadanos italianos y evitó dar mayores datos del caso argumentando que eso se ventilará en las audiencias de control que se llevará a cabo en Ciudad Guzmán, Jalisco. Las llamas de sombras desde la perturbadora noche del 26 de septiembre de 2014 están destinadas a no apagarse nunca.
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