El Estado y la genética de Dios

Signos

Por Salvador Montenegro

Muy bien: el Estado (todos se asumen como democráticos y representativos según la cultura y la idiosincrasia de sus naciones), a través de los representantes de ‘todo’ el pueblo en él (aunque ese ‘todo’ no deje de ser una abstracción que legitima la constitucionalidad hasta de los representantes populares más ilegítimos y menos representativos), decide si una mujer es o no dueña de su albedrío para decidir si un ser biológico concebido en sus entrañas puede o no seguir vivo en ellas a partir de continuar o no con su embarazo.

(Y aquí viene a cuento, una vez más, el debate setentero aquel en Cuba de cuando el Estado Revolucionario, dirigido esencialmente por Fidel Castro, rechazó el proyecto feminista presentado en la Asamblea Popular, respecto de esterilizar a las mujeres dementes ante la creciente incidencia de embarazos en dicho grupo poblacional, con el argumento castrista de que si esas mujeres susceptibles de quedar embarazadas no tenían voluntad ninguna respecto de sí mismas, por qué el Estado sí podría decidir arbitrariamente por ellas.)

El debate sobre el aborto es tan arcaico como el de la moral y su genética teológica vinculada al sexo. La oposición a él es la de la fe. La defensa de él es la que rechaza la fe en los asuntos del Estado (laicos deslactosados, ateos, etcétera).

El debate sobre si el Estado debe decidir si las mujeres gestantes deben decidir si sus óvulos fecundados evolucionan y son paridos o no como seres humanos, suele ser tan prejuicioso, y a menudo tan absurdo y ridículo, como el de la eutanasia, que acaso sea más importante que el del aborto porque, acá, se trata de seres vivos, conscientes y con voluntad de sobra para decidir sobre un destino terminal propio que, sin embargo, y también por designios de origen y naturaleza teológicos, está al margen de la voluntad de los individuos como tales y en poder de la del Estado.

Si en el caso del aborto se trata de un ser vivo con derechos o no de humano, y de una mujer en pleno derecho o no de retirarlo de sus entrañas como parte que sigue siendo de ellas en tanto no ha nacido ni tiene, por eso, vida propia, en el caso de la eutanasia se trata, en cambio, de un ser humano en pleno uso de sus facultades, sus libertades y sus derechos -según las garantías democráticas formales-, a quien el Estado se niega a asistir en su voluntad innata de morir porque la vida, que jamás pidió y por la razón que sea, se le ha convertido o le ha resultado un infierno y quiere irse de ella en las condiciones más dignas y benignas, o en las menos infernales posibles. Y, el Estado, cuando más civilizado y humanitario y democrático pretende ser, a lo más que llega es a concederle que se muera por ‘voluntad propia’, si él, el Estado, determina que su sufrimiento físico es invivible y que es muy justo que deje de padecerlo.

¡Es estúpido!, ¡contradictoria y redondamente estúpido!

Si yo no le hago mal a nadie ni afecto los derechos de terceros muriéndome, ¿por qué el Estado debe asumir la condición teológica de que mi vida le pertenece y sólo él, cual Dios absoluto e inapelable, puede dimensionar mi sufrimiento y determinar el momento exacto en que puede concederme la ‘gracia’ de que yo me largue del mundo que me martiriza y el que de ninguna manera quiero?

La pertenencia al Estado de las vidas individuales que nacen de manera involuntaria y las que quieren irse por voluntad propia, determinan una condición civilizatoria anómala, por no decir primitiva y bárbara.

Ni el Estado ni la religión ni la ideología de nadie ni más nadie debe caber ahí, mientras no se afecte la vida de terceros que, nacidos (pareciera que hubiese que precisar que ya expulsados del vientre materno y debidamente independizados y liberados de la atadura del cordón ombilical) y con todos sus derechos esenciales como humanos, no deberían estar en condición de asumir, como propios, los derechos de los demás.

En este ámbito del derecho a nacer y a morir, parece que el Estado laico no está muy lejos del dogmático y representativo de la fe… la fe que sea.

SM

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