El miedo presidencial

Signos

Se desata a todo aliento la carnicería en Reynosa y el noreste tamaulipeco.

El sábado 21 de junio la ciudad fronteriza vivió uno de los peores de sus tantos y tantos días de mortífera fatalidad:

En caravana vehicular y en un solo evento de la cotidianidad balacera, sicarios dispararon a diestra y siniestra contra quienes se les ocurrió que debían morir en esa jornada sólo por encontrarse en su camino.

Las bandas criminales se despedazan entre sí, y ahora también matan ciudadanos a su paso y de manera indiscriminada.

Que sus gatilleros se aniquilen unos a otros ya es lamentable para la salud social, aunque nadie, en su sano juicio, pueda lamentar tan serviciales pérdidas. Pero que asesinen por vicio, por adicción y porque pueden, a personas que no tienen que ver con ellos y con su industria del miedo, y que esas matazones se tornen ordinarias, de una ininterrumpida continuidad, y a la vista de los responsables institucionales de evitarlas y de preservar la convivencia pacífica, es de una patología aldeana tan rupestre y sanguinaria como las de las naciones y los pueblos más primitivos y cavernarios.

El espectáculo de la muerte, por disputas de negocios, ajuste de cuentas o diversión de tiradores ociosos, deja de ser noticia.

No tiene mayor presencia mediática.

Los espectadores del sensacionalismo, a la caza de historias más novedosas y entretenidas, voltean para otra parte.

La tragedia es sólo de los que la padecen a su vera o en carne propia.

La opinión pública del graderío requiere de alternativas para el insaciable morbo.

¿Y el sector crítico?… Nada, nada: ese sucumbe a la pandemia militante. Sus malas cosas, no son esas.

Y el mandato republicano sigue en su agenda política y sus propias guerras mediáticas, cual si nada grave ocurriera.

Herencias del pasado, sigue siendo el eje de la defensa retórica.

Acabar con la pobreza y la corrupción que producen el mal, es la alternativa, dicen quienes sostienen tal defensa.

Y eso sólo augura más y más feroz y descontrolada anarquía.

Es la barbarie homicida, desatada al amparo de un Gobierno federal acobardado como ninguno y como nunca, y sometido por el narcoterror; con un vasto aparato militar, policial y de seguridad sin liderazgo ni estrategia para enfrentar a las hordas de sicarios y contener las masacres que acaban con la vida de inocentes e imponen la ley de la selva en los territorios abandonados a su suerte por el poder público.

La parte más vulnerable y nociva de la gestión de Andrés Manuel es esta, y no es menor: la falta de autoridad para contener la violencia más poderosa y acabar con ella, y para restablecer el orden público, compromiso esencial de un verdadero régimen democrático y de derecho.

Si los criminales pueden doblegar la fuerza del Estado nacional, la dirigencia de esas instituciones nacionales es una dirigencia medrosa, impotente, huidiza…

Si no queda más remedio, diríase en el extremo -indeseable pero preferible-, llénese de sangre el sórdido paisaje que habitamos, pero que sea de atroces asesinos y no de gente de bien o que nada debe.

Ya basta de vender la necia y falsa idea de que la crueldad que hace felices a los matones más despiadados del planeta -y cada vez más brutales y osados y libertinos gracias a la complicidad y a la tolerancia de quienes debieran exterminarlos con las armas y la fuerza constitucional del Estado- es culpa de la pobreza y la falta de oportunidades.

Las manadas que asaltan con sadismo indiscriminado y por placer, son hatos de asesinos por naturaleza.

Y cada vez serán más, mientras se les siga consintiendo con el argumento hipócrita y embustero de que son víctimas de la injusticia y la desigualdad, y no victimarios que no debieran, en absoluto, tener los derechos de la gente común, a la que lastiman y en contra de la que viven.

La defensa de los derechos humanos está muy bien, por supuesto, si se empieza por los de quienes padecen los golpes despiadados del narcoterror y la impunidad institucional que lo protege y que estimula el éxito de su industria.

Hoy día, la Guardia Nacional es un arma insignificante y mansa contra el salvajismo creciente del ‘narco’ y sus arsenales de guerra, y el Gobierno de Andrés Manuel se resiste a que Washington despliegue con amplitud sus recursos de Inteligencia y de persecución de las organizaciones trasnacionales de las drogas en México.

Poner de nueva cuenta y de manera masiva a las Fuerzas Armadas a abrir fuego contra las mafias, y permitir la acción de la DEA y otros organismos anticrimen de Estados Unidos en territorio mexicano es, según dice creer, atentar contra la soberanía nacional y los derechos humanos.

¿Pero la defensa de esa soberanía y esos derechos humanos, honra la defensa de las garantías individuales de las víctimas reales y potenciales de la narcoviolencia, y de las poblaciones a merced de sus bandas de sicarios y de la complicidad -por pasividad u omisión- de sus autoridades?

Al expresidente panista Felipe Calderón se le han querido montar todas las bajas del tiempo de su guerra contra el ‘narco’ como si fueran crímenes contra la humanidad.

Calderón, en efecto, fue culpable de la corrupción que invadió a la institucionalidad policial de sus días presidenciales (como la de García Luna, Medina Mora, Santiago Vasconcelos, Ramírez Mandujano, Cárdenas Palomino, etcétera).

¿Pero es sensato cargarle, además, las mortandades de los grupos del narcoterror producidas entre ellos mismos, y las de ellos contra los ciudadanos inocentes y las poblaciones indefensas, y las de la tropa contra los gatilleros que la emboscaban, y, sobre todo, cuando todos los organismos de seguridad locales, del mismo modo que sus jefaturas políticas (alcaldes, gobernadores y liderazgos dependientes y anexos) y las autoridades judiciales, estaban sometidas y al servicio de la delincuencia organizada, o eran incapaces de confrontarla, y no había más alternativa que poner a los soldados a combatirla y a intentar exterminarla?

(Porque, además, la opción de consignar sicarios en los tribunales era tanto como liberarlos: Autores, legiones de ellos, de múltiples crímenes cada uno, era -y es hoy, más que nunca- casi imposible procesarlos por uno solo de todos sus delitos, en tribunales corrompidos que los han socorrido, además, con el recurso a modo y siempre discrecional del ‘debido proceso’.)

¿Hay que preferir la virtud de la soberanía nacional? ¿Hay, en esa humareda maloliente, una soberanía qué cuidar?

¿Y hay que lamentar los derechos humanos violados y la sangre de los ejecutores caídos, y olvidar el duelo de los millones (familias y poblaciones enteras) de víctimas –mortales y sobrevivientes- que han devastado y que jamás han sido ni serán jamás abrazadas por la justicia?

¿Los verdugos son secuelas de la pobreza y sus presas inocentes sólo saldos inevitables de una inequidad social que no puede resolverse sino con el éxito futuro de una nueva era de esperable honestidad pública y bienestar social?

Esa no puede ser una utopía. Ni siquiera una creencia quimérica.

Esa es una cómoda mentira prodigada por el miedo, por la incapacidad de no atreverse y por el hecho de preferir no hacer nada.

Dos cuentas pendientes sigue manteniendo Andrés Manuel (más allá de sus impecables progresos en la estabilidad económica del país -siempre azotado por las crisis derivadas del corrupto control oligárquico y privatizador de la riqueza nacional- y de sus empecinadas iniciativas de control estatal del sector energético para mantener los estándares populares del consumo, y el carácter mixto y social de la economía): el combate franco y decisivo contra las mafias del narcoterror y contra las del control educativo, que imposibilitan, ambas, el derecho social a la paz pública y al progreso general que se finca en el conocimiento y la calidad escolar.

Son dos deudas grandes.

Y no serían menores, de ningún modo, aunque conquistara otras reformas fundamentales para el desarrollo democrático, como la desaparición de los masivos y dispendiosos poderes burocráticos de los órganos autónomos -electorales y anticorrupción, que fueron creados para solapar la ilegalidad del ‘dinero negro’ de los anteriores grupos gobernantes y con el que financiaban candidaturas y campañas a su favor-, cuyas funciones bien pueden asumir, y con mejores resultados, los Poderes públicos orgánicos y originarios del Estado republicano.

Porque Andrés Manuel tiene la legitimidad electoral que no ha tenido nadie -reafirmada una y otra vez en las urnas- y todo el poder constitucional del Estado para erradicar de manera definitiva la inseguridad, la violencia sangrienta y la inestabilidad del orden público y la ingobernabilidad que significa el terror del ‘narco’, empezando por enfrentarlo sin reservas y con tácticas bien perfiladas de combate, a las élites mejor adiestradas y competentes de la Fuerzas Armadas.

(Eso, mientras resuelve el tiradero del Poder Judicial Federal, donde otra mafia tan poderosa y peligrosa como la del narcoterror -o la de los magistrados y los ministros de la Corte que tienen el supremo control constitucional y fueron privilegiados por los anteriores jefes del poder político del país y para servir a sus particulares grupos de interés, con privilegios económicos y de tráfico de influencias como los de muy pocos personajes públicos en el mundo entero- debe ser sustituida por profesionales de la ley forjados en el humanismo y en el equilibrado y autónomo desempeño del sistema de Justicia.)

SM

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