Signos
La continuidad de Claudia con el obradorismo es subordinación a Andrés Manuel y sólo la ruptura garantiza autonomía y proyecto propio. Eso se asegura desde la oposición política y mediática.
¿Pero es una verdad en la que creen sus promotores o es sólo un cartucho sin pólvora de la frustración ante la cada vez más escasa reserva de municiones?
Porque en la proporción del crecimiento de la popularidad de Claudia, la de la oposición no sólo disminuye, sino que se fragmenta.
La convocatoria claudista al sector privado, frente a los anuncios trumpistas contra la economía mexicana, para configurar una estrategia eficiente de unidad nacional antiproteccionista, han obrado un acercamiento de los sectores políticos de influencia del empresariado hacia el oficialismo.
Claro que no podría haber en esos acuerdos una convergencia que no fuese de intereses comunes. Sólo la izquierda más dogmática y la oposición más regresiva advertirían un concilio de otro tipo, una causa compartida, si no ideológica, sí más allá de la coyuntura histórica relativa a la embestida arancelaria urgida por Donald Trump.
Los opositores aspiran a que la circunstancia y el nuevo trato con el empresariado favorezcan la imagen de ruptura por la que apuestan. El obradorismo radical censura en voz baja la falta de concurrencia de la parte laboral y sus representaciones gremiales en esa iniciativa presidencial de unidad, descartando el factor de que no se trata ahora de un problema de derechos laborales sino de razones comerciales estratégicas con el mercado más importante del mundo y de México.
La situación tiene hoy día la contundencia que no tuvo en la primera gestión presidencial de Trump y sus relaciones con el mandato presidencial de Andrés Manuel. La diferencia en la estrategia de Claudia tiene que ser, por tanto, muy diferente de la de Andrés Manuel. Además, claro está, que la del segundo estaba delineada por su naturaleza política y de un soberanismo recalcitrante y más emocional que sistemático y racionalista, y la de Claudia es mucho menos temperamental y mucho más integral y consecuente con diagnósticos específicos que perfilen las dimensiones históricas del nuevo trato y sus repercusiones estructurales críticas.
Pero una ruptura no es más que una mala idea guajira. La continuidad ideal es la del tránsito, donde mudan los modos y los perfiles estratégicos en adaptable consonancia con los cambios en el panorama de los nuevos tiempos y los retos y las crisis y las oportunidades del nuevo presente, su porvenir y las alternativas de la modernidad con que haya que discernirlas, acometerlas y aprovecharlas.
Renunciar al legado de Andrés Manuel sería una impensable traición de los más altos costos ideológicos, de identidad popular, de legitimación de la causa nacional compartida, y de la razón misma por la que el claudismo está ahora en el supremo poder del Estado mexicano gracias a la fe multitudinaria de los grupos de electores que la llevaron hasta ahí como representante de la causa obradorista y con Claudia como la preferida de Andrés Manuel para sucederlo.
Renunciar, no. Sería un suicidio en un pueblo fanatizado con el carisma macuspánico. Convencer de la renovación, sí, defendiendo el legado ideológico y la necesidad de su evolución sobre un liderazgo de convicciones esenciales similares en el sentido de la renovación moral de la vida pública y de compromiso del poder representativo del Estado en favor de la igualdad y la prosperidad social, donde favorecer la inversión privada signifique, asimismo, expandir el empleo, el ingreso laboral y el bienestar de las grandes mayorías, empezando por las más pobres y desamparadas.
Porque la condición del éxito de las mejores causas es su renovación y el equilibrio entre su esencia fundacional y su realización progresiva en los estadios del porvenir donde se depuren sus imperfecciones, se desechen las condiciones originarias que se tornaron reaccionarias, se deje de reincidir en equívocos y desviaciones y simulaciones que pervierten las nociones de la justicia, se atiendan las deficiencias y se superen los anacronismos y los pendientes prioritarios de esas mejores causas emergentes, como las del nuevo Estado nacional.
Continuidad sin renovación es garantía de retroceso. Ruptura con los antecedentes esenciales del éxito es inequívoca condena al fracaso.
La clave es la sustentabilidad identitaria. El equilibrio del tránsito tendría que rescatar lo mejor de la herencia y superarla en la convincente noción de que se trata de lo mismo, con los mismos objetivos y el mismo ideario de ruta, pero con los atributos de la nueva modernidad, la que toca, como antes tocó la del liderazgo transformador originario.
Nada nuevo: el principio de la dialéctica negantrópica y la termodinámica civilizatoria. El concepto y el Logos abriendo la senda contra las cada vez más empecinadas y terminales trampas del agotamiento y la oscuridad de las salidas cada vez más estrechas y escondidas o inexistentes, en la contradictoria barbarie fascista y postrera de la moderna, integrada e informatizada globalidad. Preservación del ejemplo inaugural, el del contagio y el convencimiento popular de las buenas intenciones y el seguro potencial del cambio hacia el bienestar social y la justicia, desde una convocatoria con identidad y voz y liderazgo de pueblo combativo y justo. Y luego la innovación, el cambio de perfil hacia los nuevos tiempos, la misma audiencia frente a un liderazgo diferente alzado en la nueva era, en el segundo piso, pero sobre los mismos cimientos, con el mismo ideario y los nuevos procedimientos de abordaje de los retos emergentes y los nuevos recursos y estrategias de la modernidad y los cambios generacionales.
El capítulo en cuestión no puede ser ni el de lo mismo que se estanca ni el de lo que se rompe para empezar de nuevo. Debe ser el de la innovación. El de la revisión de lo mejor que se ha hecho y de lo que se debe emprender frente al horizonte agitado que está en puerta, en curso, y sin opciones para la duda y la indecisión.
En el principio fue la guerra cuesta arriba contra la corrupción y el despojo de la oligarquía nativa en todos los ámbitos del poder republicano. Y fue la propaganda a fuego vivo que dejó de lado prioridades como las de la violencia y la inseguridad.
Hoy viene la guerra contra el supremacismo nacionalista imperial que pregona la derrota de la economía mexicana como condición de éxito de la propia, y contra un arbitrario injerencismo colonialista armado que se propone el exterminio del ‘narco’ al que acusa de todas las patologías drogadictas del pueblo estadounidense, y contra las mareas de inhumanas deportaciones de indocumentados mexicanos acusados de delincuentes y nocivos para la dignidad de la vida ‘americana’.
Viene esa guerra, si se consuman las amenazas de Trump.
Y en tales umbrales no tienen sentido ni lugar las arengas opositoras condenatorias del presunto continuismo que hace la subordinación de Claudia a Andrés Manuel y las que apremian su ruptura definitiva. Pero tienen, en cambio, un significado tan objetivo como nocivo para la viabilidad de los equilibrios necesarios de la pluralidad democrática.
La oposición está en ruinas, sin ideas ni recursos ni estrategias de propaganda contra el oficialismo claudista. Y mientras, en el vacío opositor, el obradorismo morenista se llena de oportunistas de toda ralea, y las entidades y los Municipios van quedando a merced de gobernantes corruptos y arbitrarios que imponen su ley al amparo del mayoriteo autoritario del estilo de los viejos tiempos caciquiles del priismo omnímodo y absolutista, cuando aquellos gobernantes estatales eran definidos como virreyes y patriarcas que lo mismo dominaban y saqueaban el erario y los bienes públicos bajo su encargo, que imponían subordinados en municipalidades, Legislaturas y órganos judiciales de falsa consistencia constitucional autónoma y soberana.
Y si entre la agenda fatídica de las guerras claudistas, como las antitrumpistas, no queda espacio para la depuración de la causa de la regeneración moral del obradorismo, durante la construcción del ‘segundo piso’ de la llamada ‘cuarta transformación’, el Morena se pervertirá en un priismo aglutinante de las peores miserias políticas donde la buena fe presidencial se quede en las alturas federales y sea muy insuficiente contra los virreynatos locales, donde contrarreformas como la judicial derogan el espíritu depurativo de la reforma obradorista contra las turbiedades y los incontables privilegios históricos que hicieron del sistema de Justicia de México uno de los más corruptos, impunes e inservibles del mundo entero.
Porque el morenismo se pudre con el arribismo de militancias basura de toda procedencia, mientras la oposición se descalsifica y se degrada en sus posiciones ideológicas, políticas y contestatarias.
Y la resultante es la de una deriva peligrosa: una Presidenta con la mayor popularidad de la historia, al frente de un partido hegemónico pero plagado, en los ámbitos republicanos estatales y municipales, de todo lo contrario a lo que proclama: la renovación moral de la vida pública mexicana.
SM