Entre el obradorismo y el desierto

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Signos

Todo es monocolor, sin contrastes, sin matices, sin más a dónde ver ni por dónde más salir. La insolvencia crítica, ciudadana, electora, es la misma de los valores ideológicos, políticos y de las disputas por la ‘representación popular’, ese eufemismo de la guerra por el control de los Poderes republicanos. El ‘pueblo’, la comunidad del sufragio mayoritario, parece seguir teniendo, en Entidades como Quintana Roo, una sola urna en perspectiva: la de la herencia carismática y de perseverante idolatría por el autor de los programas del Bienestar, los más bienvenidos en las últimas seis décadas de política social en el país (y los más rentables electoralmente también, en lógica consecuencia) entre la población de menores ingresos; la urna del autor de “Grandeza”, un libro que reinventa el pasado prehispánico como el reino ideal del espíritu humano, por la generosidad y la genialidad únicas y sin excepciones de todos sus pueblos originarios, a cuya justicia de ayer dice aspirar la causa humanista de la Regeneración Nacional de hoy, la fundada por él y legada a la también elegida e impuesta por él como su sucesora presidencial.

(El partido del Bienestar tiene la aptitud fundacional del partido de la Revolución que en el curso de una era congregó las aspiraciones políticas más representativas de la sociedad posrevolucionaria en una sola ideología de identidad popular, por su consistencia idiosincrática y cultural, que convirtió en marginales y sin fuerza de propaganda a todas las oposiciones identificadas en la izquierda o la derecha. La diferencia es que el partido de la Revolución se institucionalizó en un sistema eficiente de transiciones del poder donde el poder se mantenía intacto: lo perdía por completo el jefe político que se iba y no le debía nada el que lo recibía de él mismo y por decisión suya personalísima, mientras que el partido de la Regeneración obradorista no puede ser sistémico, y su continuidad y su vigencia en el poder dependen de la durabilidad electoral de la memoria de su fundador; una memoria que, a diferencia del presidencialismo priista que era omnímodo fuera quien fuese el Presidente, no dota de poder propio a quien la representa debido a su carencia de energía institucional, sistémica, y por lo que, Gobernadores y liderazgos con capacidad de movilización, pueden operar sus intereses políticos y de poder por cuenta propia.)

Y entonces da igual este nombre que aquel otro. No hay programa, no hay discurso, no hay trayectoria ni oferta ni autoridad ni personalidad distintiva ni criterio ni más nada que el padrinaje de ocasión y el recetario del llamado ‘humanismo mexicano’ de ‘por el bien de todos primero los pobres’ y las cifras de los sacados de la pobreza por Andrés Manuel y nada más que el recuerdo de las prédicas obradoristas como banderas propias y donde basta ser postulado con la propaganda de la regeneración moral para pertenecer a la causa de los vencedores. Ni mérito ni proyecto. Toda narrativa en torno de los aspirantes a unas y otras investiduras de representación no da cuenta sino de lo anecdótico y lo banal. Mientras la influencia del recuerdo del maximato del Bienestar siga vigente y se estimule con noticias y eventuales apariciones y ‘pruebas de sobrevivencia’, los ganadores de las encuestas de su partido seguirán ganando las posiciones en disputa y lo que cuenta es quién controla esas encuestas de nominación de candidatos o quién domina el morenismo en los territorios electorales.

Y así, en definitiva, entre el presidencialismo autoritario pero sistémico de cuando José López Portillo fue candidato presidencial único -sin competencia opositora y ganador absoluto con casi el cien por ciento de los votos- y el presidencialismo de la memoria carismática no sistémica pero de alta popularidad democrática lo único que ha pasado es: ¡medio siglo!

Claro: pueden defenderse virtudes como la de los trece millones de personas sacadas de la pobreza por el régimen de López Obrador, lo que no es ninguna poca cosa, y una economía que a pesar de su falta de crecimiento se ha mantenido, gracias a su rigurosa política hacendaria, estable y sin alteraciones inflacionarias y cambiarias, si bien con fuertes atenuantes inversoras, como la de la desconfianza empresarial derivada de la inconsistencia y el descrédito mayor del orden legal y el sistema de Justicia, degradados y debilitados por la grosera politización de una reforma judicial que ha sustituido la alta corrupción en los tribunales por la incompetencia extrema y militante de los nuevos Jueces y autoridades. Lo que no puede defenderse de ninguna manera es que en un entorno nacional agobiado por la inseguridad, el narcoterror y los devastadores negocios del tráfico ilegal de combustibles el Gobierno obradorista fuese, cuando menos, pasivo y permisivo, y, cuando más, cómplice, culpable y factor agravante de la crisis más poderosa del país, sin contar que tampoco se hizo, ni se ha hecho nada, contra los vicios estructurales de un sistema educativo cuya calidad escolar y pedagógica sigue siendo de las peores del mundo entero y condicionante categórica de los niveles cívico, crítico, político y electoral de los tiempos del Estado dominado por la urna de la regeneración moral.

Cierto que el obradorismo puede defenderse como alternativa frente a los oprobios de infinita corrupción del populismo echeverrista y lópezportillista que desmanteló al país, y contra los de su colosal endeudamiento público y contra los de los saqueos del patrimonio nacional y el empobrecimiento y la desigualdad extremos obrados por el neoliberalismo privatizador de entre el delamadridismo y el peñismo, pero sobre todo por el salinismo oligárquico (más de cuatrocientas empresas públicas del mayor valor, incluidos los bancos, entregadas a menos de cuarenta ricos que formaron luego entre los más ricos del orbe) y el zedillismo criminal del Fobaproa que hicieron de la nación el negocio de sus globalizados grupos financieros y de sus familias empresariales preferidas. Pero su socialismo presidencial de trascendencia carismática y cifrada en la memoria popular del obradorismo caudillista y democrático ¿es mejor, por ejemplo, que el del cardenismo del General y que el del “Desarrollo estabilizador” -de economía mixta y sustitución de importaciones- que hizo de México una potencia económica, antiinflacionaria, empleadora, salarial y de justicia social latinoamericana en los años cincuenta y los sesenta bajo el liderazgo de Presidentes como Ruiz Cortines y López Mateos, los de aquel presidencialismo institucionalizado, sistémico, nacionalista, pacifista, fáctico y autoritario (pero justo y servicial y enemigo juarista de las dictaduras que controlaban el resto del entorno iberoamericano y de los comunismos y las democracias colonialistas y racistas y armamentistas de su tiempo, el de la Guerra Fría) cuyo modelo ha idealizado Andrés Manuel López Obrador y fue inspiración de sus reformas en el sector energético (boicoteadas por la pasada Suprema Corte y cuya afrenta le costó la imposición constitucional que acabó con ella) destinadas a mejorar los valores de mercado de los productos y servicios de consumo popular y que, en efecto, han contribuido, junto con los programas del Bienestar, a reducir de manera significativa la pobreza en el país?

Porque este país se ha jodido varias veces, Zavalita. Y antes, como ahora, los corruptos y los inmorales siempre han sido, como en todas las naciones del planeta entero, parte de la innumerable legión de la entropía civilizatoria que acerca el fin del mundo, sólo que hoy día las excepciones inteligentes y más influyentes en la política, las del masivo bando de los malos y del muy reducido de los buenos o los menos peores, parecen haber desaparecido por completo. Lo de menos es si hay opositores de valor, porque casi nadie los ve ni los oye. Todo lo que domina y el electorado sigue es homogéneo, monocorde, sin argumento, sin palabras propias, sin siquiera una demagogia de mínimo virtud y autoría original y con nombre y apellido. Sólo el mismo relato de la herencia repetido una y mil veces por los ganadores de antemano en la urna guadalupana de López Obrador. 

SM

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