La alternativa del Sur

Signos

El senador José Luis Pech es el único posible candidato que puede defender la carta mayor de la suerte del Estado.

En el juego político del poder nadie ha querido apostar por ella porque todos los jugadores miden sus aspiraciones de representación popular y de gobierno según el cálculo de los negocios privados y las mayores ganancias personales que pueden obtener alcanzando posiciones en la vida pública.

(En ese quehacer, la cultura enseña que los rendimientos sociales de la democracia mexicana -y a la mexicana- son sólo una consecuencia inevitable de la obligación de ejercer el erario, pero que el factor motivacional del ejercicio público es todo lo contrario: la representación política es primero para lucrar y después para lo demás. Es cierto que, de una u otra forma, todos los liderazgos en el mundo lucran. La diferencia entre las democracias civilizadas y las otras es que, en las segundas, la generalidad es hacerlo de manera ilegal o legalizando la estafa social, y los mandatos populares verdaderos son excepciones remotas que, más allá de sus legados históricos para los homenajes onomásticos, terminan siendo grandes intenciones fallidas y traicionadas siempre merced a la falta de una transformación educativa radical y una nueva y perenne civilidad ciudadana que garanticen la emergencia y la permanencia de una política de verdadero interés público y con una numerosa comunidad de liderazgos populares comprometidos con el bienestar social, o que antes del lucro privilegien el compromiso representativo de su mandato).

La lucha por el poder político estatal ha prescindido siempre de auténticas iniciativas de desarrollo -o de innovación y avance estructurales del Estado-, y sus protagonistas se han montado en la comodidad continuista del estatus quo y sin intención ninguna de modificar el curso y las tendencias inerciales del destino de Quintana Roo: el mercado turístico de siempre y donde mismo y con sus mismos saldos fiscales y privados, junto al mercado inmobiliario y sus variables similares (de ganancias corporativas desproporcionadas y fincadas en una corrupción pública del mismo tenor, cuya suma significa insolvencia financiera de los Gobiernos, ruina ambiental, inseguridad, e inviabilidad garantizada), más todos los proyectos sectoriales secundarios, relativos al ejercicio del gasto, y que siempre son insignificantes -y más a medida que los presupuestos decrecen y son abatidos, además, por desorbitados endeudamientos y toda suerte de malversaciones administrativas-, y cada vez más pírricos e invisibles frente a la magnitud de una demanda popular progresivamente mayor y a un precarismo incontinente propiciado por la ineptitud, la ingobernabilidad y la corrupción, donde el caos inmobiliario y urbano, sumado al rezago fiscal y social, configuran el más perfecto, vertiginoso y seguro de los desastres del Caribe mexicano.

La polaridad, la unilateralidad, la saturación y el hacinamiento regionalizado de todo y sin la mínima noción ni el más mínimo compromiso con el equilibrio, la sustentabilidad y el desarrollo, han supuesto, así mismo, el abandono, el atraso, la inmovilidad y la condena a la irremediable decadencia de la otra parte, la complementaria de una ecuación irresoluble y propiciada por esa irracionalidad del poder político, donde la alternativa de la armonía relativa y necesaria del crecimiento y las fuentes del ingreso y el progreso no ha pasado nunca del facilismo retórico de la demagogia invencible a la congruencia justa y urgente de un mandato popular legítimo y auténtico.

Hoy día, sin la alternativa del Sur, la entidad es inviable. Porque la del Norte, con lo pródiga que pudo ser, ha sido tan agotada por una saturación enfermiza y sin vías alternas ni mínimos criterios de diversificación y de mitigación, que no ha tenido más remedio que dejar de serlo.

De modo que el Sur es la alternativa del Norte mismo y de la entidad entera. De hecho, no hay otra alternativa. Y, de hecho, impone iniciativas de impulso y promoción no sólo más visionarias y sustentables que las del Norte, sino contrarias por completo a ellas, cuyo despliegue fundacional fue sometido, al cabo, y destruido por completo, por la voracidad empresarial y sus complicidades y patrocinios en un poder político cada vez más mediocre e irresponsable, como inmoral y rapaz.

El Sur es un caudal de tantas oportunidades como retos. Pero quien lidere su causa –lo que pudiera ser no más que una utopía condensada en los peores augurios- necesita mirarse en el espejo lúgubre del Norte. Tiene que explorar el mercado turístico e inmobiliario con otros ojos. Tiene que contener la desmesura colonizadora y la capitalización delictiva y depredadora del medio. Tiene que ver más allá de las narices del turismo, advertir y fomentar la diversidad de las vocaciones productivas del universo fronterizo sureño, armonizar -con perspectiva de largo plazo- las iniciativas inversoras, y atajar las tendencias de la marginalidad, la criminalidad y la descomposición que se asocian al crecimiento económico y poblacional anárquico e ingobernable, y entender que la ineficacia institucional es la madre de la violencia, y de la impunidad que multiplica todos los males y destruye en la víspera o en su génesis toda posibilidad de progreso.

Hoy día, el mandato federal está empeñado en el impulso del sur del país. Entiende que la polaridad significa fracaso e injusticia. Y en esa dinámica conceptual debe inscribirse el futuro de Quintana Roo como la entidad más asimétrica -regional, sectorial y socialmente- de México.

En tal espectro, Quintana Roo es un mosaico muy representativo del histórico contraste que parte en dos a la nación e inhibe el aprovechamiento de sus potencialidades regionales, y la unidad y la equidad republicanas. La diferencia es que el colapso de la alternativa del Norte en el Caribe mexicano ha sido tan vertiginoso y terminal, más por decisiones e intereses políticos que por las inercias y rezagos propios de la naturaleza cultural.

Hoy día, iniciativas federales de alta inversión pública, como la del Pacto Oaxaca, que consignan importantes fondos para la entidad Caribe y para su entorno sureño, debieran asumirse con un sentido particular de oportunidad para el impulso estructural y decisivo de la alternativa del Sur.

Es cierto que son tiempos terribles para el erario y la inversión. Pero son también los de las crisis que apremian las alternativas.

El problema, hoy día, no es ese.

Si en el pasado la historia ha sido tan díscola en liderazgos virtuosos, y los que ha dado han sido más factores del derrumbe que del aprovechamiento de las excepcionales condiciones para convertir a Quintana Roo en una potencia económica -sustentable: amigable con los majestuosos patrimonios bióticos de su entorno, portadores de la belleza escénica de su éxito de mercado, y promotora de la mayor y más justa rentabilidad social en el ámbito de su territorio- tras la invención de Cancún, en esta hora de pandemia y miserias asociadas el panorama de esos liderazgos no podría ser más infértil y desolador.

Ese, es el problema… Y que si ni siquiera la popularidad -a secas y sin simpatías por alguna gracia personal menor- es mérito visible de ningún contendiente electoral en campaña, mucho menos podría serlo su aptitud para impulsar la más nimia iniciativa de progreso, ya no la fundamental de hacer crecer el Sur como la alternativa única de salvación del Estado.

Y sí: salvo en casos excepcionales, la inteligencia visionaria está asociada a la popularidad política, y menos donde la civilidad y la cultura democrática son casi inexistentes.

El doctor Pech sería el único candidato posible a la sucesión gubernamental venidera capaz de entender y de intentar jugar la carta alternativa del Sur.

Pero la alternativa del Sur no es soluble en el batidero electoral donde lo que más produce es la conquista de los decisivos sufragios e intereses del Norte.

Y si bien la popularidad no es privilegio del doctor Pech, la carta del Sur, la inteligencia del senador y las cualidades de su formación académica, más un importante expediente de servicio público ejemplar -en el contexto de las relatividades éticas propias del ejercicio político y de la corrupta genética de sus tradiciones mexicanas- acaso lo hicieran el candidato más próximo a las preferencias del líder máximo de la causa de la regeneración nacional.

Pech no sería, por supuesto, el candidato de las tradiciones y el estatus quo. Y acaso no fuera el candidato mejor valorado del partido presidencial, hoy tan igual a sus opositores. Pero es el único visible en términos del conflictivo espectro estatal y de las fatuidades que se ofrecen como opciones electorales hoy día.

SM

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