Signos
Siempre he creído que la igualdad no se consuma por decreto. Que las mujeres y los hombres, como en todas las especies, tienen las facultades o las aptitudes repartidas de manera natural para hacer la suma de un conglomerado y un hábitat complementarios, y que los mejores de unas y otros terminarán cediendo ante los peores para que pueda finalizar el tiempo de todos en aras de otro tiempo y de otra cosa. Que las clasificaciones son retrógradas. Que los sistemas especiales en defensa de unos y otros seres son sectarios y excluyentes. Que no puede haber especificidades para grupos ‘diferentes’ pretendiendo la equidad, justo porque ese formalismo de pretensiones vindicativas y resarcitorias no es más que formalista, demagogo y discriminatorio. Que una determinada ley indígena es tan atentatoria del derecho igualitario como el transporte o los baños de los tiempos de la segregación ‘americana’ que eran exclusivos de negros o de blancos, o como las reservaciones indias sólo para indios y las comunidades étnicas donde los distintos no tienen derecho a la gobernanza como si fuesen incapaces en el orden de las competencias humanas o con derechos civiles que pueden ser diferidos. Que es innegable que los usos y costumbres de los pueblos son también derechos que deben respetarse y preservarse pero nunca por encima de los fundamentales de los individuos distintos de esos pueblos que en las democracias civilizadas no deben ser secundarios ni postergados en sus valores personales y de liderazgo. Que la denominación originaria de homo no tiene una paridad homa o fema como tampoco la definición de homínido tiene por paridad la de homínida sino que son lo mismo, homínido que homínida, y homo no requiere la contraparte definitoria de homa o fema sapiens, ni homicidio podría ser paridad de feminicidio porque el homicidio define la muerte provocada por un sapiens femenina o masculino a otro u otra -homo sapiens a fin de cuentas- y no sólo de un hombre a otro, y que la paridad también equívoca pero menos ilógica en el caso del feminicidio como la muerte de un hombre a una mujer sería más bien mujericidio si es que a esos excesos de igualitarismo vamos. Que las paridades cuantitativas son más bien regresivas y tan malos son los pintos como las coloradas y tan corruptos y simuladoras las unas como los otros y tan competentes y tan auténticos y representativos todos, que poner cuotas y privilegiar números es distintivo y ofensivo para quienes deben ingresar a la competencia por ser ‘distintos’, por ser de una sexualidad ‘despreciada’ o de un impedimento físico determinado y a quienes hay que incorporar como lo políticamente correcto al diseño constitucional cuando la única justicia válida es que sus merecimientos, los de unos y los de otros, se hagan valer por sus fuerzas espirituales, morales e intelectuales superiores sin tener que ser favorecidos por la politiquería barata ni el constitucionalismo pírrico de los profesionales del activismo militante que para sumar dividen y para avanzar y por desconocimiento retroceden hasta el medievo democrático de las especificidades representativas. Que la igualdad es una conquista contra las exclusiones donde el dominio de la fuerza va cediendo al impulso negantrópico de las cualidades donde bien se sabe que entre los géneros hay la misma condición humana y las virtudes suben solas y los desprestigios mutuos se evidencian solos y no existe conveniencia de ninguna especie que prefiera un género que otro si se trata de elegir al más productivo entre los participantes cuando la competencia es de cualidades de la conciencia y de la superioridad creativa. Emparejar el piso es lo correcto, claro está. Pero no premiar ni castigar por género, que eso no enseña sino el oportunismo militante y veleidoso de los tiempos. Privilegiar derechos sobre meros mayoriteos electoreros y facciosos, y acomodar mandatos constitucionales por la fuerza de las causas militantes ganadoras del momento es uno de los signos regresivos del vanguardismo progresista de la modernidad. Proteger con la ley y hacer justicia en favor de los seres vulnerables no es hacer legislaciones distintivas para hembras y machos, indígenas o negros o grupos mayores o menores con discapacidades físicas de uno y otro género, etcétera, sino establecer reformas o códigos de castigo y de resarcimiento contra la vulnerabilidad y el abuso de unos seres contra otros en sus particularidades y en su individualidad como tales y no en tanto que grupos o comunidades de sectores diferentes y diferenciados desde el interés ajeno. Garantizar la igualdad es castigar a los discriminadores, del género que sean, en la particularidad de sus actos. Entender que un macho silvestre o con pretensiones de superioridad e impunidad ataca a una mujer o a un anciano o a un niño sólo porque son eso -mujeres, ancianos o niños- no es el mejor de los entendimientos; es evidente que lo hace porque es un ser retrógrada y animalesco que se crece en la debilidad y se asume con más fuerza para vulnerar a otros indefensos. Un oso que puede destruir a un cordero sólo porque puede o le place. Y es esa indefensión lo que habría que proteger del abuso que del mismo modo habría que castigar. No el machismo como tal, sino los excesos punibles, masculinos o femeninos o transgénero u homófobos o heteromófobos, contra los inocentes y los indefensos, de la especie humana o de todos los seres vivos. Clasificar en tantas diferencias posibles de unos seres contra otros y las motivaciones de los delitos y las causas constitucionales de la justicia, es fragmentarlas hasta promover las peores injusticias desde la instrumentación de sus más diversas y potenciales y confusas ambigüedades, lo que a su vez conduce a más y más disparatados reformismos y a más y más defensorías militantes de nuevas y más radicales causas justas. Mientras más clasificaciones y reclasificaciones, la equidad se pierde. Castigar a los seres abominables no requiere su identidad biológica o su elegibilidad sexual. Defender a los vulnerables no demanda artículos distintivos ni palabras de más y metidas con calzador en las convenciones de la semántica y los usos lingüísticos. La palabrería no salva a nadie de sus horrores ni a los demagogos que los cometen por detrás de la honra y sus respetos de género. La igualdad debe contenerse en el respeto constitucional y real a los derechos generales de los seres vivos de todos los géneros biológicos científica y cabalmente descubiertos por el conocimiento humano, mucho más allá de toda las preferencias y los convencionalismos y especificidades y consignas ideológicas y partidistas de los profesionales de la lucha contingente por el poder político.
SM