La violencia atizada por el grito en el cielo

Signos

La cosa es simple. Decir y repetir es redundar sobre lo que no cambia. La impunidad delictiva que hace la espiral de la ingobernabilidad y la violencia no significa sino ausencia de Estado de Derecho (o de calidad ciudadana, que se recicla y se sincretiza con ausencia de calidad política y representativa, y mísera cultura del deber, de la legitimidad y del interés general). Y cual fenómeno estructural, no tiene soluciones eventuales o aventuradas desde la improvisación y la ocurrencia.

En lo que a la coyuntura concierne y en contra de la cobardía que niega lo evidente para justificar su evasión y su parálisis, como la inercia que defiende Andrés Manuel ante el narcoterror, a la violencia criminal que atenta contra el orden público y la paz social, debe enfrentársele con la violencia legal de las instituciones del Estado, que sólo para eso existe.

Eso, como queda dicho y se entiende, no resuelve el problema histórico de fondo. Pero si la institucionalidad armada no se usa o ni siquiera sirve para lo primario, lo demás será un caso y un destino nacional perdidos. (Y, lo demás -lo estructural e histórico-, sería la revolución educativa que ningún Gobierno -ni autoritario ni democrático, ni ayer ni ahora- se ha propuesto emprender nunca -para inhibir el analfabetismo real y funcional, y elevar los valores críticos y de la civilidad política y ciudadana-, y la reforma integral del sistema de Justicia donde la corrupción y los formalismos impostados dejen de ser el mejor mecanismo de defensa de los más depredadores y poderosos criminales.)

Girar sobre acontecimientos específicos y culpas específicas de autoridades con nombres y apellidos que no serán las del día de mañana, es el vicio sin tregua de la sangrienta cotidianidad acumulada que se torna un modo de ser y de vivir, o una idiosincrasia de la farsa y la letalidad consentida. Es insistir en el proceso retórico que sólo engrasa el mecanismo de lo que ocurre, en la lógica de lo que, por tanto, seguirá siendo y ocurriendo.

El sistema no sirve. Ese es el caso. Ser ciudadano, como se es ahora, no es exigirse que los representantes populares cumplan con sus juramentos constitucionales de hacer que las instituciones funcionen y la violencia delictiva y la inseguridad sean exterminadas y reducidas a expresiones del todo inferiores al poder popular de un Estado democrático de derecho.

El sistema no sirve. Ese es el caso. Para servir requiere liderazgos que ejerzan todo el poder del Estado contra el crimen, y no elijan la oratoria y el boletín oficial para justificar su incompetencia o su complicidad o su pavor para afrontar y asumir sus obligaciones con la seguridad de todos sus representados como las más importantes de su investidura.

Que el que no pueda, no mienta y no se crea que gobernar o asumir un cargo de representación puede evadir el riesgo esencial de cuanto implica usar el poder de las armas del Estado contra las de los sicarios y de todos aquellos que lucran con el terror y la indefensión sociales.

Porque esa cultura del miedo y la irresponsabilidad de todos es la de la ilegitimidad de todos, y la de los caudales de sangre en los que chapaleamos y naufragamos sin más lanza de defensa que la del grito en el cielo.

SM

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