Pinceladas
El actual mandatario de Rusia ha hecho oídos sordos a las peticiones de decenas de organismos internacionales, entre ellos la ONU. Los dirigentes de la desaparecida URSS desviaron el caudal de los ríos que lo alimentaban para alcanzar así la ‘independencia algodonera’. Lejos, muy lejos, en Asia Central, en el norte de la república de Uzbekistán, está el pueblo de Muynak. Antes estaba en una isla llena de árboles, ahora la rodea el desierto. Y a las afueras del pueblo, sobre un promontorio, hay un memorial, un memorial muy modesto. Es un mirador curvo como la popa de un buque que se proyecta sobre los arenales, donde hasta los años setenta rompían suavemente las olas del mar de Aral, “el cuarto lago más grande del mundo”. En el centro del mirador hay un monumento de cemento pintado, en forma de vela, y unos paneles con mapas donde se reproducen algunas cifras y estadísticas de la catástrofe: el número de kilómetros cuadrados de mar perdidos cada año, las toneladas de peces que durante décadas se pescaban en este mar y abastecían los mercados de todos los países del Pacto de Varsovia, los miles de personas empleadas en la industria pesquera y conservera que se quedaron sin trabajo…
Santiago J. Santamaría Gurtubay
Este reportaje lo publicamos en la revista Europa Azul que fundé en el País Vasco, España, a finales del pasado siglo XX. Desde entonces nada ha cambiado en el Mar de Aral. Los jóvenes reclaman, utópicamente, a Vladimir Putin, el nuevo ‘zar’ de Rusia y exdirector de la KGB de la extinta Unión Soviética, como ‘responsable histórico civil subsidiario’, una nueva figura legal que suena a surrealismo en este 2021. Además, Vladimir Putin, estaba centrado hasta hace unos meses atrás, de manera hasta obsesiva compulsiva, en elogiar al ex presidente republicano Donald Trump y su estrategia de “tipo sencillo” cansado de las élites. El mandatario ruso calificaba de “histeria” las acusaciones de Washington contra Moscú de influir en las presidencialistas donde fue derrotada la demócrata Hillary Clinton, la favorita en todas las encuestas. Putin se expresó así en la reunión anual con politólogos y expertos internacionales organizada por el club Valdái en la localidad de Sochi (en la costa del mar Negro). “Donald Trump por lo visto ha elegido su manera de llegar a los corazones de los electores. (…) Claro que se comporta de forma extravagante, como todos vemos, pero creo que todo esto no carece de sentido, porque, en mi opinión, representa los intereses de esa importante parte de la sociedad en Estados Unidos, que está cansada de las élites que llevan decenas de años en el poder. Simplemente representa los intereses de esas gentes sencillas, a las cuales no les gusta la transferencia hereditaria del poder. ¿Acaso alguien piensa en serio que Rusia puede influir de alguna manera en la elección del pueblo norteamericano?, ¿Acaso Estados Unidos es un país bananero? Estados Unidos es una gran potencia y si no tengo razón, corríjanme por favor”.
¿Sirvió para algo la reunión de Vladimir Putin y Joe Biden, sucesor demócrata en la presidencia de Estados Unidos, de donde fue sacado el republicano Donald Trump, merced a la decisión del pueblo norteamericano en las urnas, hace unos días en Ginebra? Para poca cosa. Acaso para que Putin confirmara que Biden no es un anciano perdido en las tinieblas del Alzheimer, y para que Biden aceptara que Putin, además de ser “un asesino”, como le llamó hace pocas fechas, es un hombre inteligente y astuto. Dos hallazgos para los que no hacía falta viajar hasta Suiza. Los perfiles psicológicos que trazan los expertos de los servicios de inteligencia en este tipo de retrato robot seguramente lo afirman. Fue curioso que Biden le entregara a Putin una lista de 16 campos en los que no podía haber ciberataques. ¿Quería eso decir que cualquier terreno ajeno a esos blancos inatacables podían ser víctimas de los hackers cuasi oficiales rusos? ¿O sería para estudiar la reacción de Putin? Si aceptaba la lista y la respetaba, era una prueba contundente de la complicidad entre el Kremlin y las bandas de maleantes, seguramente al servicio de Putin. Como la aceptó, el presidente Putin confirmó la casi segura convicción por parte de Estados Unidos: detrás de los ataques cibernéticos, es cierto, estaban los hackers, pero tras ellos, manejando los hilos, estaban los servicios rusos. La ‘inteligencia’ del Kremlin utiliza a esos ‘hackers’ para neutralizar en las redes sociales la demanda de las nuevas generaciones que todavía permanecen en el ahora desierto de Aral. Vladimir Putin no quiere hablar de una de las asignaturas pendientes históricas del cambio climático.
Regar los cultivos de algodón de Kazajistán y de Uzbekistán
“Hace medio siglo, la superficie del Aral llegaba a los 67,000 kilómetros cuadrados. Comenzó a ver reducido el nivel de sus aguas en la década de los sesenta, cuando la URSS desvió el caudal de los ríos que lo alimentaban, el Amu Daria -que nace en la meseta de Pamir, sirve de frontera natural entre Afganistán, Tayikistán, Turkmenistán y Uzbekistán, y después de recorrer 2,540 kilómetros desemboca en el Mar de Aral- y el Sir Daria -que fluye durante 2,200 kilómetros desde el noroeste hacia el sureste de Kazajistán, hasta desembocar en el mar de Aral por el extremo norte-, para regar los cultivos de algodón de Kazajistán y de Uzbekistán. Desde entonces, la explotación de los ríos ha convertido los alrededores del lago en un inmenso campo de algodón, pero a cambio se han perdido dos millones de hectáreas de tierra fértil y se ha provocado una catástrofe ecológica. Durante décadas, el mar no recibió prácticamente nada de agua, por lo que empezó a evaporarse rápidamente y a bajar de nivel. Actualmente, su extensión se ha reducido a la mitad, y el nivel de sus aguas se ha reducido aproximadamente el 75%”.
“Sí, la canoa la conservo, porque yo qué sé si el mar regresará mañana”, dijo un viejo lugareño. El cáncer y la mortalidad infantil han aumentado en la población, incluso el clima se ha visto afectado. El memorial fue erigido con motivo de un simposio internacional que se celebró para atraer fondos económicos y generar ideas sobre cómo se podría remediar la que algunos califican como una de las peores catástrofes medioambientales de todos los tiempos. Algunos participantes en el simposio aportaron estadísticas sobre la salinidad de las aguas, que se ha triplicado, provocando la destrucción de su flora y fauna. Otros hablaron de la capa de pesticidas químicos y sales naturales que, a medida que baja el nivel del agua, son arrastrados por el viento en forma de nocivas tormentas de polvo que afectan gravemente a la salud de los habitantes de la región. El cáncer y las enfermedades respiratorias de las poblaciones ribereñas han aumentado, así como la tasa de mortalidad infantil. Incluso el clima se ha visto afectado, ya que tanto las temperaturas de invierno como las de verano se han extremado. Los congresistas barajaron hipótesis, debatieron soluciones, propusieron medidas, se comprometieron a pensar, a difundir, a trabajar.
Desviar ríos y dinamitar glaciares de las montañas
No se volvió a poner sobre el tapete dos soluciones para devolver la vida al desierto, dos proyectos que se postularon durante los años ochenta, en el periodo en que los dos países perjudicados por la desecación del Aral, Kazajistán y Uzbekistán, estaban integrados en la URSS. Impuestos del refrán que propone “a grandes males, grandes remedios”, algunos ingenieros soviéticos barajaban grandes proyectos: el primero, desviar alguno de los grandes ríos de Siberia, por ejemplo el Ob, hacia Asia Central. Al fin y al cabo, en Siberia sobra agua y hay poca gente. Y de esta manera volverían a afluir grandes cantidades de agua al Aral. La segunda solución, no menos imaginativa y grandiosa, proponía destruir con dinamita los glaciares de los sistemas montañosos -el Tian Shan y el Parir- donde nacen el Amu Daria y el Sir Daria. Así se multiplicaría el caudal de los ríos, y aunque buena parte de él se quedase por el camino, en los cultivos del algodón, parte del agua llegaría hasta el mar.
Los tiempos han cambiado. La audacia prometeica con la que los ingenieros soviéticos, seguros de la supremacía de la razón técnica sobre la naturaleza, desviaban ríos, allanaban montañas, edificaban ciudades secretas o trazaban canales imposibles sobre la superficie de la URSS como quien da unos tajos a un pastel, o sustraían al Aral el agua para canalizar las inmensas plantaciones con las que obtendrían la “independencia algodonera” de los países capitalistas y vestirían a millones de ciudadanos soviéticos, ha pasado a la historia. Bueno, bien pensado, quizá no completamente…
La Ruta de la Seda de Samarcanda, ‘Las mil y una noches’
Los visitantes de muynak son, por lo general, turistas que siguen la Ruta de la Seda por Samarcanda y las demás ciudades de Tamerlán, con sus madrasas y mezquitas y minaretes cubiertos de azulejos y palacios de los kanes y mausoleos de hombres sabios; se han desviado un poco de esa sarta de ciudades espléndidas para ver también el desierto, la ausencia. Al fin y al cabo, si el mar convertido en arenal no es una de las siete maravillas del mundo antiguo, sí es una de las mayores catástrofes ecológicas de la modernidad. Se recomienda la visita.
En el edificio del teatro-cine de Muynak también hay un museo, modestísimo, sobre la edad de oro del pueblo. Consiste en una sala. Allí se exhibe una panoplia con pieles de los animales que antes de la catástrofe vivían allí, y algunos artes de pesca, y una colección de óleos de paleta fauvista que representa escenas placenteras -barcas y bañistas en la orilla, la playa bajo el palio de la luz crepuscular, casitas de pescadores, un entoldado con orquestina y parejas bailando en el desaparecido paseo marítimo-, y unas fotografías en blanco y negro de la factoría de conservas y de los barcos bailando sobre las olas. Después de visitar ese museo, los forasteros -turistas descolgados por un día de la Ruta de la Seda con sus ciudades de ‘Las mil y una noches’- ya no saben muy bien qué hacer. Ya se han dado una vuelta y otra por el pueblo. Contemplados los edificios enfáticos del antiguo régimen, concebidos a una escala colosal, como si fuesen a alojar a cientos de funcionarios, que se alzan al fondo de plazas suficientemente espaciosas para albergar un desfile del Ejército Rojo; asomada la nariz a un café sospechoso; rendida una visita romántica a las ruinas de la factoría conservera; y sonreído a un niño en bicicleta, niño cordial, con la cara llena de mocos. Entonces los forasteros se dan un paseo hasta el mirador y observan la lejanía: arena hasta el horizonte, salpicada de matas de espino. Un paisaje pobre. El sol está turbio de lejanas tempestades de arena. A los turistas se les queda la mente en blanco, falta de estímulos.
Chófer de Jeep sobre el hoy desierto del Aral
Algunos de ellos, con pujos de aventurero o fetichistas de una variante singular, parecida a la que atrae a los visitantes de los grandes campos de batalla y de los campos de concentración en cuya verja de ingreso un cartel reza: “Entrada, seis rublos. Ex prisioneros y descendientes, entrada libre”. Viajarán al día siguiente para ver hasta dónde se ha retirado el mar, en un Jeep que pondrá a prueba el temple de sus riñones brincando durante horas por la pista que discurre, se hunde, pierde las roderas, las vuelve a encontrar, una y otra vez, con monotonía lunar, al principio aliviada por la visión de algún pecio en la arena o por el espejismo plateado, centelleante, de una planta extractora de gas con su estilizada chimenea arrojando al cielo furiosas llamas. Llegados a la orilla remota y desolada, mientras se dan un baño iniciático, con sabor de fin del mundo, el chófer, hombre taciturno, de dientes de oro, que masca incansable una hierba estimulante, de uso legal en Uzbekistán, les armará la tienda de campaña y cocinará una cena bajo las estrellas. Y a la mañana siguiente les devolverá a Muynak. No puede haber muchas profesiones más extrañas que la de chófer de Jeep por el desierto de Aral.
En ese mirador de las afueras de Muynak del que hablaba estaban unos chicos intercambiando bromas y bravatas, con las sandalias rotas, pero coquetamente reclinados sobre sus vetustas motocicletas con sidecar de fortuna, piezas del parque móvil que el ejército ruso dejó abandonadas cuando la URSS se desprendió de las repúblicas centroasiáticas y los militares se volvieron a Rusia. Y apartado, apoyado en la baranda, mirando el desierto, pero viendo con la imaginación el mar de su juventud, estaba un hombre enjuto, vestido con camisa y pantalones viejos, calzado con sandalias gastadas, un hombre fuerte, de edad madura, aunque la piel curtida por el sol y la boca completamente desdentada le llenaban el rostro de arrugas y le hacían parecer casi un hombre viejo.
Hilera de barcos oxidados varados en la arena
Era mediada la mañana de un día laborable, y aquel hombre desocupado que observaba la hilera de barcos oxidados varados en la arena al pie del mirador dispone de infinito tiempo libre para entregarse a sus meditaciones solitarias. Esa hilera de los nueve barcos con los cascos oxidados y cubiertos de grafitti de tiza, apuntando con la proa hacia las dunas del desierto y, más allá, a la retraída, remotísima orilla del mar en retirada, constituyen una instalación artística sin parangón en el mundo, a la que si se le tuviera que reprochar algo sería el carácter conspicuo, demasiado evidente, de su deprimente alegoría. Barcos en la arena. En vísperas del aludido simposio internacional, fueron a buscar unos cuantos barcos tierra adentro y los colocaron ahí, uno al lado del otro, como una atracción curiosa completando el memorial con sus siluetas de esqueleto.
El hombre se llamaba Sailov y tenía 56 años; cuando trabamos conversación, dijo que cada día del año iba a pasar un rato en el mirador, para ver su barco. Y explicó, señalando el de mayor eslora y calado de los nueve, de proa al desierto, que décadas atrás fue práctico en ese mismo barco hasta que tuvo que irse a Georgia a cumplir con el servicio militar. Es decir, que navegó durante los primeros años de su juventud, y al regreso, cuando volvió a enrolarse en el barco, observó, día a día, la retirada del mar.
“Mi barco de pesca se llamaba Gaviota”
Como suele pasar con las personas presas de una nostalgia incurable, ni sentía curiosidad alguna por el interlocutor forastero, ni le extrañaba que le hiciera preguntas, ni le disgustaba responder a ellas, siempre que se refiriesen a su obsesión. “Mi barco de pesca se llamaba Gaviota. Aquellos años fueron una maravilla. Corría por aquí el viento salino, tan fresco, y era una delicia embarcarse al amanecer, y qué maravilla los peces fabulosos que había, y el olor del mar… Esto era una isla. Llegaban al aeropuerto muchos turistas de la URSS. A las pensiones y hoteles de Muynak venían muchos jubilados, muchos viejecitos, a descansar, a tomar el aire. La playa era de arena muy fina; el clima, muy agradable. En verano soplaba una brisa fresca del mar, llovía poquito. Ahí, ¿ve usted?, ahí había un restaurante llamado precisamente Ola, donde cocinaban muy bien. Yo comí allí una vez. Y ahí había muchas casas y balnearios y chiringuitos y chalés para pasar las vacaciones. En los jardines de esos chalés crecían árboles grandes, de copas frondosas. Cuando los dueños de los chalés se fueron, y no sin razón, porque quién va a querer pasar sus vacaciones mirando la arena, las casas fueron desvalijadas, y como hasta hace muy poco no teníamos gas, la gente invadió los jardines y taló los árboles para convertirlos en leña con que calentar las casas…”.
El desastre empezó a notarse en 1975. En ese año ya ibas a bañarte a la playa y el agua llegaba hasta determinada altura; y a la mañana siguiente volvías y comprobabas que había retrocedido un metro. Y antes de que te dieras cuenta, la orilla era una línea en el horizonte, y al día siguiente había desaparecido… “Sí, sí que conozco los nombres de esos nueve barcos. Ése es el Andulka; ése, el Atrevido; ése, el Puerto de Muynak; el más grande es el mío, el Gaviota; ése, el Brigada Starov; Rosa de los vientos, Ciudad de Jhiva, Caspio y Mijail B. Wolland. Estos nueve sólo tenían una autonomía de unos quince o veinte kilómetros. Más adentro no era prudente ir. En cambio, ¿ve aquellos otros dos, allí, a la derecha, tierra adentro? De ésos no puedo decirle los nombres porque no los trataba tanto, son más grandes y se dedicaban al transporte de mercancías con Kazajistán. Y bueno, según uno se interna en el desierto va encontrando los barcos allí donde fueron quedando varados, cada uno a cierta distancia según su calado. A cincuenta kilómetros tierra adentro encontrará algunos colosales”.
“Una vez vine aquí con mi hijo -recordaba Sailov- y empecé a contarle mis recuerdos del mar, anécdotas de la pesca; y mientras hablaba, lo que yo decía a mí mismo me parecía que era un cuento, una especie de fábula maravillosa. Al darme cuenta de eso me entristecí, y bajé la vista; mi hijo estaba detrás de mí, a mi espalda, y sin que él se diera cuenta yo veía su sombra en el suelo, y vi que se llevaba el índice a la oreja como significando qué rollo tiene o está loco”. Me perturba un poco saber que el buen Sailov habrá subido miles de veces al mirador, sumido en los fantasmas que le traía el casco oxidado del Gaviota… Hoy quizás esté ya muerto y desde la eternidad siga soñando con su Gaviota y las buenas faenas de pesca, que algún día vuelvan…
Dan ganas de echarle la culpa a Guillermo II de Alemania
Dan ganas de achacar la culpa del disgusto de esa vida desecada, resecada, al emperador Guillermo II de Alemania y al alto mando de su cuartel general. Si durante la Primera Guerra Mundial el emperador no hubiera enviado a Lenin, como perro rabioso en un tren cerrado a cal y canto, a San Petersburgo para que sembrase la guerra civil entre los rusos -y el plan, de momento, le salió redondo, pero a largo plazo de nada le sirvió-, la Revolución de Octubre no se habría producido; y sin la revolución no se habría emprendido la conquista bolchevique del Asia Central, la ejecución de sus kanes decadentes -salvo uno que salvó el pellejo saltando a su calesa y fustigando sin cesar a su caballo hasta que éste le llevó a Afganistán- y la apropiación de la región, donde se cultivaba el algodón en rama con más éxito que en el resto de la URSS, como un recurso natural del que echar mano a voluntad. No hubiera existido nunca el ‘SredAzHidroProyect’, el organismo soviético encargado de las obras hidráulicas en Asia Central, ni el ‘SredAzHidroVodJlopok’, organismo de cultivo del algodón, para cumplir uno de los lemas del primer plan quinquenal, “¡Hacia la independencia algodonera!”, y la consigna del PCUS, “¡El plan del algodón a cualquier precio!”, aunque ese precio, como ya entonces se preveía y calculaba como mal menor, fuese la desecación del mar.
“Qué lástima”, dice Rustam, un licenciado de Tashkent, la capital uzbeka… “Qué lástima, los uzbecos teníamos un tesoro, y mira, lo perdimos”. Atardecía. Soplaba el viento saturado de arena. Del desierto de Aral volvían tres vacas, flacas y cansinas, que habrían estado pastando en los matorrales. Una de ellas se volvió y llamó al ternero, bramando al cielo. Volaban unas golondrinas a ras de suelo. Por las calles anchas no se veía alma viviente. Paseábamos por la orilla, por el barrio de los pescadores, en primera ‘línea de mar’, entre casas de ladrillos de adobe y paja, con cubierta de uralita, las paredes pintadas de blanco, y las puertas y las ventanas, azules. A todas las protege de las tormentas de polvo y arena un vallado de tablones de madera remendada aquí y allá con una plancha de acero, procedente del casco de algún barco. Amparados por esas vallas se cimbreaban los álamos, árboles que crecen con relativa velocidad y se usan para hacer vigas.
“Toda la noche oíamos a los peces saltar y jugar”
Un señor nos invitó a tomar el té en su casa. Tenía 78 años; durante toda su vida profesional había trabajado como racionalizador de la producción en la planta conservera, y era un sujeto optimista. Se acordaba de los veranos de su infancia, cuando dormía con su hermano en el jardín de aquella misma casa, cubriéndose con una sábana para protegerse de los mosquitos. “Y toda la noche oíamos a los peces jugar”. Entras en la casa y te descalzas. Te conducen a un salón con el suelo y las paredes forradas de alfombras, te sientas en el suelo, sobre cojines, con las piernas cruzadas, y el ama de casa, con la cabeza cubierta y una túnica jaspeada, va colocando sobre la mesa baja las teteras, las tazas y vasitos, la vodka y los refrescos, los cacahuetes salados, los pedazos de queso y de salami, los pastelitos y dulces, y se habla y se pronuncian brindis cuanto más ceremoniosos y sentimentales mejor.
“Toda la noche oíamos a los peces saltar y jugar. Los peces de aquí, comparados con los de otros mares, eran muy grandes y sabrosos, porque comían la hierba del lecho del mar. Y esa hierba les daba un sabor muy bueno. Todos mis vecinos eran pescadores y cada dos por tres me pasaban un cubo lleno de pescado. Tuve que empezar a decir que no me regalasen más. En casa comíamos pescado tres veces al día, incluso durante la guerra: por eso todavía hoy soy muy fuerte, y aunque ahora tengo 78 años, en un duelo a puñetazos le ganaría a cualquier joven. Los vecinos cazaban aves en los cañizales. Había unos roedores de piel muy fina, que salían del mar y se te metían en la casa. Sus pieles servían para hacer gorros. Había también patos, gansos, caza. Todo ha desaparecido, pero yo no me quejo, tengo una buena vida. Mi mujer y yo tenemos una pensión digna, y además, como ella fue diputada, no pagamos electricidad”.
Corrientes subterráneas comunican el Aral con el Caspio
El mar poco a poco empezó a irse en 1970… “Lo notábamos, pero ¿qué se podía hacer? Decían que los canales se llevaban el agua a otras partes, a Turkmenistán. La gente empezó a marcharse, pero yo nací aquí y aquí me quedaré. Al cruzar el patio para salir de la casa había oscurecido. Era una noche sin estrellas, pero a la luz mortecina de una bombilla colgada de un saliente pudimos ver, en un rincón del patio, junto a un montón de botellas vacías de vodka, una canoa cubierta de polvo. “Sí, la canoa la conservo, porque yo qué sé si el mar regresará mañana. Dicen los científicos que se han encontrado en el Aral vestigios de asentamientos humanos que demuestran que a lo largo de los siglos se ha secado y se ha vuelto a llenar por lo menos tres veces. Eso depende de los bancos de arena que se forman y se deshacen en la llanura, desviando el curso del río. Y algunos dicen que unas corrientes subterráneas comunican el Aral con el Caspio, y que allí, al Caspio, se ha ido el agua del Aral, y la prueba es que estos años el Caspio está muy alto, más de lo normal. Pero hay unos desplazamientos en el eje del planeta que pueden hacer que, como ya pasó antes tres veces, el agua regrese. A lo mejor alcanzo a verlo. Por eso no tiro la canoa. Cuando llegue el agua, yo podría hacer vida en la parra, podría plantar vid. ¡Sí, creo que el mar volverá!”.
La vida es más fácil si la acompañamos de utopías. Desde Cancún, Quintana Roo y México compartimos estas palabras del anciano de Muynak, Uzbekistán, testigo de la una de las mayores distopías causadas por el hombre, al no respetar al medio ambiente atentando contra la sabia naturaleza. Las olas no ‘volverán’ al Mar de Aral, al menos, mientras gobierne Vladímir Putin, en los territorios de la antigua Unión Soviética, quien ha hecho oídos sordos a las peticiones de decenas de organismos internacionales, entre ellos la ONU, para que el Aral vuelva a ser un mar, aquel cuarto lago más grande del mundo. Las miserias humanas imperan en las relaciones internacionales con personajes como Vladimir Putin y el ex Donald Trump. El museo municipal del antiguo puerto pesquero de Aral, hoy abandonado, muestra una obra de arte sorprendente: un mural que hace honor a los pescadores locales que en 1921 ayudaron a salvar a Rusia de la hambruna y enviaron 14 vagones llenos de pescado a Moscú. Junto al mural hay una fotocopia de la carta de agradecimiento escrita a máquina de Vladimir Ilich Lenin a los pescadores de Muynak.
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