Mosqueteros de luto

Agustín Labrada

Allá van los cuatro amigos arrastrando una carretilla color café con dos perros muertos en su interior, alegres porque hoy no tienen clases, tristes por sus perros que ni la Virgen de la Caridad los puede revivir desde su nube.

Ahí van Lorenzo, Erick, Bárbaro y José por el callejón pedregoso que sube hasta la loma y se convierten en mosqueteros de luto como otras veces han sido piratas y mambises, según la serie de aventuras que vean en la televisión, pero ahora no tienen ni espadas ni armaduras ni un casco para protegerse del sol, en cuya luz flotan olores de hojas húmedas.

José maneja la carretilla, Erick y Bárbaro sostienen los bordes para que no pierda el equilibrio, y Lorenzo aparta las piedras, maldice y llora por la muerte de sus perros Lázaro y Mariposa.

El macho había nacido la noche de San Lázaro y así le llamaban los primeros días, después comenzaron a decirle Lázaro Santana como a un famoso beisbolista. Mariposa, su madre, parecía volar con sus orejas blancas detrás de cada sombra.

Lola, la vecina, vio —cuando iba a trabajar— a un hombre vestido de azul con un sombrero negro y unas gafas oscuras. Traía uno de esos uniformes de los empleados del hospital y envenenó a todos los perros del vecindario: Terry, el del mecánico; Campeón, el pastor alemán de los Sánchez; los callejeros que se reunían frente a la bodega…

Eso dijo Lola y ella sabe que está prohibida la matanza, que antes se les avisa a las personas como han hecho en otros repartos de la ciudad, pero esto no es la ciudad ni el campo ni un pueblo, sino un barrio orillero o, como dice el maestro, “suburbano”, “así que nos jodimos” y para qué quejarse, si ya están muertos los perros y de fiesta los gatos.

Los vecinos se asoman curiosos ante la carretilla fúnebre y su lento cortejo. Algunos adultos se burlan entre dientes o miran con indiferencia para luego seguir en sus labores: clavetear unas vigas, cernir arena, beber rones baratos…

Los niños, desde sus jardines, sienten envidia por el cuarteto que subirá la loma, donde pueden volar papagayos y cometas, pero no ven papagayos ni cometas, sino cuatro rostros serios y no se burlan, porque ellos también lamentan la muerte de Lázaro Santana y, en menor medida, la de Mariposa. Sólo uno, Luis, le dice desde lejos a Erick que con tantas pecas y su pelo rojo parece un bombillo cagado de moscas y Erick le arroja una mirada que lo obliga a meterse en su casa.

—No conoce todavía la furia de Aquiles —advierte sin dejar de sostener la carretilla.

Hubo una época en que Lorenzo se hacía llamar Ulises, Erick era Aquiles; Bárbaro, Agamenón, y José, Menelao, o simplemente los griegos que combatían contra los troyanos, comandados por Gaspar, dos cuadras más allá del río.

Cada pandilla marcaba su territorio. Lázaro Santana también conocía esos límites y alertaba en las noches, cuando la banda enemiga pretendía infiltrarse en el país griego. Las batallas se hacían a cualquier hora, en el barrio, pero en la escuela se ignoraban, cada grupo en aulas y grados distintos, y se concedían así una tregua.

Lázaro tiene ocho años y es jefe de la pandilla. No es tan fuerte como Bárbaro ni tan hábil para pelear como José, pero fue él quien inventó la guerra, los campamentos secretos, los arcos de bambú y los escudos de tapas de barril.

Él compartió sus perros con sus amigos, ahora casi jadeantes junto a la loma mientras imaginan al asesino cruzando misterioso —de acuerdo con Lola— la calle de los laureles, donde empieza el barrio, al borde de la carretera que va de Santiago a La Habana.

Logran subir la carretilla cinco o seis metros y bajo el primer arbusto, una guásima pequeña y olorosa, la abandonan y cargan a los perros en sus brazos. Desde esa ladera se ve el barrio, que limita al Oeste con un bosque y la fábrica de cerveza, fin también de la ciudad y comienzo del campo, no de cosechas y bohíos, sino de unidades militares y reserva forestal.

Al Norte, se confunde con otro barrio más antiguo, y al Este se encuentra la calle de los laureles, línea divisoria con la mancha de edificios (algunos aún en construcción), que habitan los médicos, los ingenieros y los rusos.

A cada paso crece la imagen: casas de madera, patios con árboles y calles terrosas atravesadas por un arroyo que desciende de un cerro, más allá del bosque, donde los soldados tienen radares para detectar a los aviones yanquis.

Muertos, pesan más los perros. Por eso a cada trecho descansan. El dolor y las lágrimas se van volviendo ira. Bárbaro toca el hombro de Lorenzo y le dice que conseguirán otro, un pastor tal vez. Lázaro Santana ya no mueve la cola. No ladra al amanecer ni corre detrás de la pelota por ese callejón pedregoso con nombre de héroe.

Los héroes de la patria, diría el maestro metiéndose sus dedos en las narices y oyendo a los niños repetir de memoria los versos de José Martí y jurar cada día que serán como el Che, pero los muertos de hoy tienen cuatro patas y están rígidos.

Sudorosos, los muchachos alcanzan la cima, que es casi una meseta —en algunas tardes llena de papalotes— con un agujero en el centro, al que se baja auxiliado por bejucos y lajas en forma de escalones.

José se limpia la frente blanca con su camisa rota y va de punta a punta fingiendo que eleva un coronel, rey del aire. Erick baja al agujero, extiende sus manos y espera a los cadáveres que dejan resbalar Lorenzo y Bárbaro entre hojas y guizazos. Bajan todos, menos José, que sigue haciendo pantomimas en la loma pelada.

No hay que cavar, tan sólo apartan pedruscos de cascajo azul y depositan a Mariposa y a Lázaro Santana, único can con apellido que glorifica a un pelotero, y encima un cartón, piedras y flores silvestres.

Bárbaro dice una jerigonza que escuchó a su padre en un ritual de santería, y Lorenzo piensa que así hablan todos los negros si el momento es solemne.

Es casi mediodía cuando suben y ven a José parado en el extremo este, que da a la ciudad. Por ahí nadie baja ni sube. El corte es vertical y abajo hay charcos de agua oscura. José parece el vigía de una embarcación.

Mientras se acercan, descubren triángulos de sangre en sus rodillas y manchas verdes de savia por todo el cuerpo. Bárbaro se coloca dos ramas de albahaca sobre sus orejas, a la manera de los romanos antiguos, para espantar a las guasasas.

Desde el barrio, asciende un canto de niñas: “Al ánimo, al ánimo, / la fuente se rompió. / Al ánimo, al ánimo, / mándala a componer…” Siempre que oían algo parecido, entonaban su himno de guerra: “¡Oh, Júpiter!, ¡oh, Júpiter!, / ayuda a tus guerreros valerosos, / que vuelvan a la patria victoriosos…” Cantan, pero no ríen, hasta que el murmullo de las niñas se distancia en un eco.

Siguen con la vista a José, quien señala una humareda proveniente del hospital, detrás de los edificios y un ancho muro blanco, donde puede leerse, en letras rojas e incendiadas: “Año de la Emulación Socialista”.

—De allá vino el hombre del sombrero, vestido de azul —comenta José y amaga con su puño a un rival imaginario.

Los cuatro mosqueteros sin espadas se sientan sobre una roca, bajo el sol, y miran todo el horizonte.

—Lo vamos a matar —afirma con afilada voz Lorenzo y queda momentáneamente en silencio, lanzando piedrecitas que se hunden en el agua oscura—. Lo vamos a ahogar en ese charco.

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