(Tercera y última parte)
Agustín Labrada
DEL SAMBAY Y LOS VIOLENTOS CHICLEROS
Reducido actualmente al ámbito del folclor chetumaleño, el “sambay”, cuyo nombre se deriva de la frase inglesa “let’s go to some buy”, es casi ignorado por las nuevas generaciones y los nuevos inmigrantes, quienes prefieren para bailar vertientes musicales como reggae, rock, cumbia, “salsa” y reggaetón.
El sambay, de influjo beliceño, se ejecuta con marimbol, maracas, güiro, banjo, acordeón y guitarra sexta. Es una variedad melódico-danzaria y el nombre de las fiestas que se realizaron en colonias payobispenses (Julubal, Punta Estrella y Barrio Bravo) en los primeros lustros del último siglo que se fue.
El investigador Marcos Ramírez Canul sostiene: “El baile era indefinido, algo libre, ya que muchos de los bailadores era gente de campo, trabajadores del chicle y la caoba. Estas fiestas se hacían bajo la luz de lámparas de petróleo en distintas casas como las de Joaquín González, la familia Viera y Paulina Bustillos.
“Eliodoro Viera, uno de aquellos músicos, compuso una canción con las características rítmicas del ‘sambay’: ‘La reina del Julubal’, donde toma como referencia a las hermanas Julia y Tomasa García, bailadoras distinguidas en las fiestas que se hacían cada sábado, siempre en casas humildes, pero alegres.”
Casi todas las composiciones con las que se baila el “sambay” pertenecen al brock down beliceño y otros géneros musicales del Caribe anglófono, aunque algunos músicos del patio logran escribir letras para seguir este ritmo que, tras su auge, no evoluciona hacia una condición artística y se fuga en un borroso ayer.
Aparte de bailar “sambay” o “son de la bahía”, los chicleros suelen divertirse en cantinas y prostíbulos cuando bajan de la selva. En muchas ocasiones, reos de la embriaguez, luchan con sus machetes hasta morir. Estos “duelos” son tan comunes como la muerte por enfermedades o mordeduras de víboras.
De Honduras, Campeche y Yucatán vienen músicos, ilusionistas, agrupaciones teatrales y compañías de zarzuela (artistas pobres y vagabundos) para entretener a los payobispenses en el teatro “Juventino Rosas”. También actores aficionados de la comunidad se presentan en el anfiteatro “Minerva”.
Las compañías de Héctor Herrera, Andrés Urcelay y Elena Muller van dejando huellas en mucha gente, que a su vez dispone de otros entretenimientos: funciones cinematográficas en el Cine Europa –creado por el egipcio José Barquet en 1912– y circos, como Cárdenas y Metropolitano, que seducen a los niños.
No todos acceden a esas diversiones. Los más humildes, habitantes de Barrio Bravo y rancherías contiguas, ocupan su tiempo en las bajas ceremonias del alcohol, las prostitutas y los corridos como uno que conciben para los chicleros que (casi prófugos) abandonan los caseríos de Veracruz y nunca regresan.
Muchos de estos hombres, toscos en sus impulsos, recios de carácter y curtidos en labores rudas, han dejado en sus lugares de origen algún muerto, alguna causa pendiente con la ley o una historia brumosa que desean olvidar sumergiéndose en quehaceres del monte, lejos de la civilización.
UN FILME QUE SE APAGA
En su libro Tierra del chicle (1937), Ramón Beteta enfatiza que los chicleros viven en condiciones lamentables y “no los protegen ni Dios ni la ley”. También relata allí la anécdota del chiclero que fue mordido por una nauyaca y a su vez él mordió a la serpiente –creyendo que así se curaría– hasta que los dos sucumben, junto a un zapote.
Otra muerte espeluznante ocurre hacia el año de 1930 cuando (por rapiña) tres jugadores empedernidos (Frías, Sánchez y Caballero) una noche alegre ejecutan al chino Luis Lam y esconden su cadáver –fragmentado en treinta y seis porciones– en tres latas alcoholeras que la policía encuentra en un oscuro predio.
El cadáver que sigue aterrando después de su sepelio es el de un inspector escolar que, víctima de un misterioso homicidio, fallece en la escuela “Belisario Domínguez” en 1934. Los niños, cuenta un cronista, cruzan veloces y tomados de la mano, pues la leyenda de ese fantasma asusta a toda la comunidad.
Las primeras generaciones crecen en ese ambiente mágico escuchando lo mismo historias sobres “aluxes” mayas que sobre dragones chinos, y algunos (en 1922) ven cómo un joven del circo Cárdenas hace piruetas en un globo que arde a quinientos metros sobre el Río Hondo o los cocodrilos que en 1929 inundan los patios.
La lluvia dura veintiséis días con sus veintiséis noches y, como recuenta el doctor Martín Ramos en su artículo “Estampas de frontera” (1998), los payobispenses no exhiben miedo, pues ya habían sobrevivido a dos huracanes en 1916 y 1922, pero sí se asombran al ver entre los árboles feroces cocodrilos.
¿Qué imán tiene este pueblo que aún embruja a gente de tantos recodos del planeta? Nadie ha podido responder, aunque sea alto el número de personajes exóticos que aquí vivieron como la transformista vienesa Fata Morgana o el piloto parisino Didier Masson. Hasta el actor Pedro Infante era huésped en Chetumal.
Desde 1936, por orientaciones del gobierno federal, la aldea deja de llamarse Payo Obispo, y desde antes se estimula la “despayobispización”, como detalla en su obra Los payobispenses (2001) la maestra Luz del Carmen Vallarta, para diluir un orbe multicultural que no se parecía mucho al resto de México.
Tras la Revolución mexicana, tan distante de la península yucateca, el poder urde un proceso para mexicanizar a Payo Obispo. En todos los foros públicos (plazas, escuelas, oficinas gubernamentales…) se va exaltando intensamente un patriotismo casi antagónico con las influencias de Gran Bretaña y el Caribe.
El gobierno se propone ir eliminando la dependencia mercantil y cultural con la colonia inglesa, imponer modelos organizativos como las cooperativas y una educación hondamente cívica, traer colonos de otros estados con tradiciones mexicanas y prohibir que se construyan edificios semejantes a los beliceños.
Como parte de ese proceso, en 1936 se le cambian los nombres tanto a Payo Obispo como a poblaciones circundantes. No es adecuado (en términos políticos) sentirse payoobispense. Pero el remate llega con el ciclón Janet, en 1955, cuyas aguas sepultan hogares, hábitos, costumbres… y vidas.
OJOS TRISTES PERDIDOS EN EL MAR
La capital del Caribe mexicano se expande eclécticamente con rasgos muy simbólicos como el nombre de esa calle (Sicilia), que alude al origen de la mafia italiana y desemboca en el refugio del Partido Revolucionario Institucional, o la ubicación del cuartel frente al cementerio, que junta la guerra con la muerte.
Los inmigrantes ya no llegan por mar, sino por cielo y tierra. Continúan los vínculos con Belice. El faro (antes obligatorio) sólo orienta a unas pocas embarcaciones y el muelle es un accidente citadino. No hay arena en las calles, nadie bebe agua de curvato, y pocos se arrullan con la llovizna sobre techos de zinc.
De la antigua riqueza forestal, muy poco sobrevive, casi todo fue saqueado por inescrupulosos madereros y han tenido que implementarse planes de reforestación, que amenazan los ciclones. Tampoco se explota el chicle con la misma fiebre de antaño, pues la economía fluye hoy bajo el implacable turismo.
Las migraciones sin fin, el crecimiento urbano, la certidumbre tecnológica de pertenecer al mundo y el deterioro educacional impiden que se afiance una memoria identitaria. Ni discursos ni museos ni melodías logran cristalizar algún sentido de herencia hacia una cultura que disuelve pavorosamente el tiempo.
Pompeyo Blanco, desde una escultura que lo perpetúa y donde viven sus cenizas, le da la espalda a la ciudad que él erigiera y sus ojos tristes se pierden en el mar –por el que a bordo de un pontón, fabricado en Luisiana, vino con trece hombres – sin comprender que su raíz germinaría hacia todos los puntos cardinales.