Signos
Por Salvador Montenegro
Julio Cortázar fabula de manera genial en torno a Charlie Parker, desde “Johnny Carter”, en “El perseguidor” (de “Las armas secretas”). Pero de los fondos más turbios y dolorosos de su pasado, y en los momentos más aciagos y devastadores de su presente, aparecen los compases de ese ser superdotado y único; y el miserable e incorregible alcohólico y drogadicto, escoria vagabunda y antisocial, se transmuta y se eleva desde los mundanales infiernos de la vida hasta alcanzar la gloria de la más inmaculada perfección de Dios repartida entre los humanos. Porque el destino hace, de los infelices extraordinarios, espíritus consagrados. Y el biógrafo de “Johnny Carter”, “Bruno”, que triunfa en la fabulación de Cortázar con una biografía que perfila a su ídolo más venerado como un individuo ‘normal’ y capaz de grandes cosas -con la idea de refinarlo a los ojos de la buena gente y el público de bien-, termina siendo apabullado por el mismísimo saxofonista inmenso que celebra el gran éxito de su biógrafo, “Bruno” (cuya mediocre normalidad lo ha reducido a la insignificancia de no poder sino admirarlo y envidiarlo, y a la impotencia de no poder sino aceptar la imposibilidad de redimirlo entre la especie de quienes cumplen las normas y los protocolos de lo ordinario y lo aceptable) a quien le dice, sin embargo, que el personaje de su obra biográfica magnífica pues no, no es él, no es “Johnny Carter”; es cualquier otro pero no, no es él, “no soy yo, amigo Bruno”. No se reconoce en ese espejo humano tan saludable y a partir del cual el otro, el mecenas del grandioso pobre diablo de las cloacas, es ahora más famoso que él, y más digno y respetado por todos. Y uno entiende la grandeza de Cortázar y de Charlie Parker sin tener que asumir que el escritor no necesitaba distorsionar a Charlie Parker para referirlo, a su modo, pero en sus vastas dimensiones espirituales, llamándolo por su nombre y refiriéndose a él como si fuera él mismo. Usó a “Johnny Carter” y nos entregó con él al mejor Charlie Parker que había que conocer. Tal es una manera de honrar una verdad y una memoria fabulándolas. Otra es yendo al ‘corazón de las tinieblas’ de un personaje o una historia rescatándolo de los entresijos y las insidias de la especulación y de la ambigüedad con la mayor objetividad y la más alta aptitud narrativa posible (Truman Capote y “A sangre fría”, etcétera), dentro de todas las relatividades ópticas de lo subjetivo, como hace Vargas Llosa en “El sueño del celta”, “La fiesta del Chivo” y toda sus enormes ficciones derivadas desde la historia y la realidad, y para lo que, con una inigualable técnica narrativa, se pinta solo y es único en ese arte de la fabulación de la verdad documentada, como el también periodista y ensayista que es, con todas sus consecuencias. Pretender reinventar la realidad desde la ficción persiguiendo un objetivo cualquiera y justificándolo de cualquier manera, es pretencioso y usurero. La libertad creativa tiene reglas éticas y estéticas muy rigurosas hasta en sus producciones más vanguardistas. Pero una cosa es la vanguardia y otra es el libertinaje y la impunidad que, en el caso de celebridades vivas ficcionadas podrían ascender a infundios e infamias con consecuencias punibles. No es casual que las mejores obras sean siempre las más originales y rigurosas y con veredictos históricos finales trascendentes, unánimes e incuestionables. Pornografiar o estereotipar con ansias de escándalo y de mercado puede bien ser posible y venderse a todo morbo bajo cualquier estandarte ideológico y moralizante. Pero la creación verdadera está en la antípoda de ese tipo de productos, aunque, en un entorno generacional de decadencia humanística y espiritual donde se admite todo tipo de despojos y facilismos lúdicos como prodigios culturales del nuevo tiempo, cualquier paja pictórica se eleva como un Rembrandt y cualquier calentura emocional puede ser la más espléndida creación biopic del alma verdadera de Dios Padre. Lo importante de una obra no reside en las versiones de la moralidad que quiera defender, ni en el tema ni en sus redenciones ideológicas (que en el caso de la narrativa de ficción de Vargas Llosa y siempre más allá de sus declaraciones políticas siempre es de denuncia de las injusticias de los poderosos contra los pueblos y los individuos más desvalidos y vulnerables), sino en su virtuosismo estético y su originalidad y su autenticidad expresiva. García Márquez, por ejemplo, siempre se asumió como un ser progresista o de izquierda pero cuya condición personal nunca afectó su ejercicio literario. Vargas Llosa, en cambio, se pronuncia sin tregua como un militante de la derecha liberal y sigue escribiendo historias de ficción donde los malvados, los desheredados y los buenos samaritanos son puestos en elocuente perspectiva. Porque el compromiso mayor de un escritor, dejó dicho el colombiano, no es militar ni hacer justicia, sino escribir bien.
SM