La Fiscalía presidencial autónoma

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Signos

Las formas constitucionales son pantallas democráticas de los regímenes que tienen el control de los poderes fácticos.

Donde la incivilidad es modo de ser y factor de dominio gobernante, el conocimiento de las leyes y las instituciones no forma entre los intereses primarios de las mayorías.

La democracia no es cultura popular sino disputa de grupos que defienden posiciones convenientes de Estado detrás de presunciones ideológicas, donde los beneficios sociales no derivan de los valores doctrinarios sino de la suerte de que toquen dirigentes de virtudes mayores o menores.

Importar o inventar modelos de gestión pública cada vez más modernos, sin una evolución crítica ni una sociedad civil compatibles con esas formalidades regulatorias propias de naciones de alta escolaridad y civilizada, es un mero despropósito.

Pasará lo de siempre, como desde los principios constitucionales del México independiente en los que era una vasta nación desconocida, iletrada, dispersa, inconexa y de incontables cacicazgos y salteadores que imponían su ley.

Y así se crean múltiples organismos ‘autónomos’, desde acuerdos partidistas cupulares, a los que se nombra como ‘ciudadanizados’ pero que la inmensa mayoría ciudadana desconoce por completo y que, por lo mismo, no cumplen con servicio popular ninguno más allá que el de los representantes políticos que los crearon.

Cantidades descomunales del erario se despilfarran en el círculo vicioso de entelequias burocráticas y jurídicas diseñadas y creadas contra una idiosincrasia de la corrupción donde no toca nunca el problema esencial, que es el de la incultura ciudadana y política histórica.

Y mientras la sofisticada complejidad constitucional e institucional crece, el determinismo simplista de las decisiones fácticas también lo hace, y se exhibe del mismo modo porque la contradicción estructural es cada vez más honda, objetiva e irremediable.

¿Fiscalías federales y estatales autónomas que reemplazan las anteriores Procuradurías Generales de Justicia?, sí, y las cambia cada nuevo Presidente o Gobernador porque todas son un enclave del grupo de poder de turno.

¿Autoridades de Seguridad y agentes policiales y de investigación especializada de distintas nominaciones y con toda suerte de auditorías y mecanismos reguladores de su  comportamiento?, sí, pero las complicidades interconectadas siguen siendo las mismas y los niveles de impunidad procesal siguen siendo cercanos al cien por ciento.

¿Por qué?, pues porque la población sigue estando al margen de los artificios nominativos, de los alcances normativos, y del funcionamiento organizacional de esas instituciones estratégicas contra el delito, la violencia y la injusticia, y lo único que queda siempre más claro que el agua es que los jefes políticos son siempre más protegidos en sus intereses particulares por los sistemas coercitivos que las personas de bien y que las víctimas inocentes de las multitudes de victimarios libres de toda culpa.

¿Han servido las autonomías anticrimen contra los delincuentes de la política? ¿Se ha impedido el financiamiento sucio de candidaturas, procesos electorales y posiciones de Estado de elección popular?, ¿y que de esos procesos democráticos tan percudidos emanen los representantes populares que acuerdan y nombran a los titulares de las instituciones autónomas o ‘ciudadanizadas’ que rigen los procesos electorales, las auditorías anticorrupción y las directrices de la procuración y de la impartición de Justicia?

¿Puede ser justo un sistema de Justicia cuya democratización representativa del Poder Judicial se politiza mediante una elección de sus Jueces y funcionarios responsables a la que acude apenas poco más de un diez por ciento del total de electores y cuyo sufragio es inducido por los grupos gobernantes en favor de los candidatos elegidos por ellos?

¿Qué más da que la titularidad de la Fiscalía General de la República la decida la Presidenta de la República pese a la prohibición constitucional que se lo impide merced a estatus de autonomía de la autoridad ministerial, y cuando en las tradiciones autoritarias del país, sustentadas en la debilidad crítica de las mayorías, las formalidades normativas sólo han servido para instrumentalizar, mediante los arreglos parlamentarios de cada caso, las conveniencias del poder político?

¿No es acaso como el soberanismo y la negación del injerencismo extranjero donde la ley se usa como recurso de arenga?

¿No es mejor negociar de la mejor manera y modular los acuerdos de colaboración contra el crimen organizado para acabar con él que invocar la propaganda del patrioterismo eterno mientras las bandas criminales se aprovechan de esa demagogia para seguir imponiendo sus fueros por encima de la corrupción política y las debilidades del Estado?

No, no se saldrá del círculo vicioso de la legalidad como máscara de los poderes fácticos porque no hay modo de que algún liderazgo político superior se desviva queriendo transformar el sistema educativo y el espíritu crítico de la cultura nacional; quien lo intentara sería un utopista sin conciencia de su limitado tiempo al frente del Estado y condenado a la impopularidad (donde todas las mafias educativas y políticas se unirían en contra y cuando nunca la buena escuela ha sido amiga de la propaganda) y acribillado por la impertinencia y el fracaso.

Sólo queda conformarse conque la unidad coercitiva del poder federal anticrimen tenga mayor éxito que en el pasado y que el injerencismo de Trump, negado en el discurso presidencial, se resuelva en una colaboración bilateral exitosa contra un crimen organizado que incluya el combate a la delincuencia política de la izquierda de la regeneración moral. 

SM

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