Salud, virus y modelos de negocios

Signos

Uno

Vuelan todas las emociones. Las impulsa el aliento del virus en el ámbito estrecho, cerrado y sin escapatoria de la Tierra. La noción del cerco acelera la energía molecular de todas las reacciones, como protones y electrones en el túnel del ensayo cósmico del Big Bang. Sube la adrenalina y se multiplican los enfrentamientos. Las fragmentaciones y el divisionismo dominan el paisaje de la encrucijada. Porque la crisis del miedo no tiene fronteras definidas. Igual el reino se muere que se salva. No hay remedios ni horizontes ni fechas de caducidad. Todo se dispara a medida que la peste se propaga en un universo donde las primeras bajas, como en las guerras, son las verdades y las buenas noticias. Cunden la irracionalidad y la crispación. Y a poco la cordura cede a la marabunta, donde el sentido común pierde sentido. En el coro de todas las voces, son las mejores las que desafinan. La batuta del pensamiento se pierde y, en la galería, retumba el griterío.

La globalización, la democracia, las libertades económicas y civiles, las ideologías, las religiones, y las versiones del bien y el mal, están bajo el fuego de las pasiones encontradas, en un entorno de umbrales y naufragios donde nunca la amenaza generalizada de la muerte había sido tan súbita y tan real, y nunca las verdades y las mentiras más consolidadas se habían puesto tan en entredicho.

Este Titánic se sabe y se siente averiado. Se creyó indestructible. Y ahora sabe que el agua entra igual en la primera que en la tercera clase, y que acaso pueda salvarse un iceberg, pero no dos, si no se cambia de rumbo, de conductas, de proyectos de convivencia, de timoneles, y de entendederas para saber a ciencia cierta y sin lugar a dudas que, si los de abajo no se salvan, tampoco habrán de hacerlo los de arriba, y que de nada servirá el confinamiento contra las enfermedades del mundo si desde el colmado hormiguero de los miserables la plaga asciende hasta los retiros de lujo de los ricos. Porque puede ser lindo aislarse en los remansos donde hay todo, pero no tanto donde, para caber, hay casi que dormir parados.

Dos

Hay, sobre todo, un desorden conceptual y una avanzada de toda suerte de hipótesis y teorías: desde las más refinadas, documentadas y eruditas, hasta las más chifladas y descabelladas. Y, como viene pasando en el integracionismo digital y la masificación de contenidos de todo orden, las divagaciones más insostenibles e impertinentes se hacen eco y a menudo trascienden en una opinión pública cada vez más huérfana de referentes, en cuyas redes se atiene a lo que mejor entiende y donde hasta los criterios más lúcidos y sustentados se confunden en la revisión de unas y otras nociones o interpretaciones de la inédita realidad del mundo.

Total, que entre el fatalismo más terrorífico de los resignados y el utopismo más alucinado de los optimistas, discurren el virus y las concepciones acerca del mañana.

Y el problema mayor es que en esta decadencia humanística y estética donde, desprevenidos, la peste nos atrapa, hay cada vez menos faros de diagnóstico y síntesis confiables sobre los factores esenciales del entorno y sus vectores de porvenir. El pensamiento filosófico está en crisis y la vocación creativa también. Es la naturaleza entrópica de la decadencia donde la abstracción -suplida por una informatización alocada y en gran medida sensacionalista y falsa- se va quedando sin usuarios ni destinatarios, y el pensamiento no lucrativo acaba siendo un menesteroso y un viajante del tiempo perdido.

Hoy se pierden hasta las definiciones de la democracia, por ejemplo, y sus versiones complementarias del liberalismo económico entran en crisis (y del neoliberalismo ni hablar: parece un fiambre en el sarcófago de los pensadores de bien) como la viabilidad de las soluciones financieras en un mundo enfermo.

Se dice, por ejemplo, que la democracia ‘está en riesgo’ porque es más eficiente el modelo autoritario chino frente a la incompetencia occidental contra el caos de la pandemia y la economía. ¿Pero entonces qué de malo tendría que esa democracia liberal estuviera en riesgo, si a final de cuentas está siendo rebasada por las circunstancias y no está respondiendo a las demandas, ni de las mayorías populares ni de las minorías ricas? ¿Y no las democracias liberales producen también mandatos autoritarios y fascistas en la misma Europa liberal? ¿No sería entonces más democrático -o por lo menos más servicial- el modelo chino que el occidental, y que todo es un asunto de convenciones y denominaciones según la conveniencia de las libertades que tanto defienden los afortunados? Y no es que el autoritarismo oriental haya de suscribirse aquí como el mejor de los mundos posibles (nomás eso faltaría, ante la noción del derrumbe), ¿pero no, acaso, lo que se está poniendo de relieve es el crepúsculo de una ideología que, como dijeran los teóricos contrarios -sobre todo el insepulto Marx-, se quiso creer perfecta y eterna, cuando incubaba en realidad el más letal de todos los gérmenes patógenos: el lucro egoísta pintado de piedra filosofal, y oculto tras la cortina doctrinaria y las falsas y felices nociones de la libertad de acumulación y pensamiento repartidas por los medios de propaganda del estatus quo cual condición y destino de los pueblos civilizados?

Acaso lo que venga sea una etapa de revisionismo crítico y de cambio teorético e ideológico. Y acaso hay que ponerse a leer las viejas tesis, en tanto muchas de las nuevas son redundancias, artificios subjetivos y lugares comunes. Porque hoy los Estados tienen que redefinirse. Los capitales tienen que domesticarse ante la volatilidad más inimaginable de todos los tiempos. Y los defensores de la democracia liberal deberán saber que si el Estado ruso o el chino salvan mejor a sus pueblos frente a la primera de todas las amenazas biológicas o de otro tipo por venir a escala global, quizá sea porque son más aptos que los occidentales y han aprendido mejor de sus oscuros pasados. Y que si otros pueblos, frente a esa verdad de los tiempos, prefieren tales alternativas, no será sólo por el miedo que enciende las velas del extremismo, sino porque las democracias liberales y sus modelos bancarios y bursátiles de saqueo, exclusión, desigualdad y masificación de la miseria, han enseñado ya, de manera suficiente, el cobre de su consistencia moral, y menos están ahora para dar lecciones de legitimidad y competencia –y mucho menos de igualdad y fraternidad- cuando lo primero que emana entre ellos, a la hora de las decisiones sobre la suerte de toda la población frente a un peligro mayor, no es el sentido de la unidad ni la nobleza cooperativa ni el compromiso de sus élites políticas y económicas con la salvación de todos, sino sus particulares mezquindades, aunque, eso sí, debidamente intetextualizadas en el sobrio discurso de la defensa del bien común.

Pero no, la globalización no habrá de retraerse. No hay modo. El integracionismo es un proceso evolutivo natural. La trama crece, envuelve al mundo como una enredadera: lo aprieta, lo estrangula, lo simplifica. Lo más remoto y desconocido es el aquí y ahora. Por muchos muros que se levanten, el empuje de la demografía y la interconexión apremian. La globalización no puede dejar de serlo, por más que los pueblos se asusten de la veloz y progresiva pequeñez propia y del orbe, de la mortalidad mayor de sus contagios, de la contaminación totalitaria e inclusiva de sus peligros, y de la impotencia creciente de los recursos de la sabiduría que siempre permitieron a la humanidad ir por delante de sus males. Por más nacionalismos y aislacionismos que se promuevan como opciones electorales y partidistas, la desglobalización no es una opción. Sería como negarse a la interacción digital para inhibir el miedo, y al intercambio comercial a costa de lo que no se tiene. El mundo ya es un barrio que acabará siendo una cuadra y un solar y un cubil, y, por más alambradas que se pongan, la migración cruzará por ellas, por ejemplo. Y otros virus y bacterias y pestes cada vez más invencibles seguirán matando, del mismo modo que los detritus del espíritu humano y de las élites dirigentes perversas han ido exterminando el humanismo y las energías creadoras y los recursos que desde hace mucho pudieron destinarse a combatir la desigualdad, la enfermedad, el analfabetismo, el prejuicio, la guerra, el genocidio, el fanatismo, las adicciones, la segregación, la gula bursátil, el hambre, la contaminación, la ruina ecológica, y todos los factores que envilecen la vida material y espiritual del ser humano.

El planeta se ha congestionado. El hacinamiento es su destino final. La humanidad y sus patologías se multiplican de manera irreversible. Y sus remedios y antídotos se encogen, por el contrario; se apuran, se improvisan, se precipitan, pero son cada vez menos y más lentos frente a las malformaciones y enfermedades que crecen a la velocidad de la población, la pobreza y las calamidades medioambientales.

Y se pierden los referentes, los paradigmas, las tesis y las bases de las certezas interpretativas. El espectro digital se nubla de todo tipo de consideraciones (como estas mismas que aquí se desahogan). Y también ese espectro y nuestro entorno se abruman de incertidumbres y de miedos que nunca como ahora son tan comunes y tan planetarios, como la esperanza ausente de una buena nueva cuando todo parece ominoso, vulnerable, desalentador.

Tres

En resumen:

La profusión poblacional no tiene para dónde hacerse. La alternativa de la humanización económica y política no se advierte. La miseria expansiva y sus secuelas de enfermedad no tienen remedio. Las capacidades educativas y de reflexión, deducción, creación y competencia crítica con fines negantrópicos y de salvación humana igualitaria, están en extinción, como tantas especies naturales que han desaparecido del planeta.

La tendencia del agotamiento se ha pronunciado a toda prisa desde el descubrimiento reciente del cambio climático y sus vertiginosos procesos de degradación ecológica, cuyas consecuencias generales son aún desconocidas en muchos ámbitos, pero, en la lógica de lo que ha podido hacerse y no se hace, aparece la evidencia de que, contra ese y otros males devastadores, nada que deba hacerse, en las dimensiones requeridas para evitarlo, se hará

En realidad lo único inesperado de la pandemia actual son su globalidad y su inmediatez; adelantos epidémicos similares y cada vez más expansivos y peligrosos, los ha habido en los últimos años. Ahora el mundo está seguro de algo que bien podía suponer y calcular: que su globalización y la de sus peores males posibles son su destino final como humanidad, y que ese final puede ser cualquier momento. Sabe que una peste igual de extensa pero más mortífera se incuba en su porvenir. Y sabe más que nunca -y lo saben sus élites políticas y adineradas- que ha tenido todas las condiciones y posibilidades de impedir muchas de sus desgracias y de resolver otras para evitar esta frontera de su historia, y quienes han podido no han tenido la voluntad de renunciar a sus privilegios particulares -de poder y dinero, sobre todo- para hacerlo.

Y si antes estas calamidades terminales eran evitables mediante la vocación y la capacidad humanas, el virus de hoy nos prueba que contener una patología mayor ya no será posible, que la condición humana no tiene remedio, y que el destino civilizatorio está sellado. ¿Es esa una ley superior de la Creación o del orden jerárquico ordenador del Universo? Será el sereno. Lo cierto es que los grandes ricos claman ahora que los Estados los salven primero a ellos, para que ellos puedan salvar, salvando sus fortunas, a sus legiones de trabajadores. El problema es que siempre se les ha salvado, y que cada vez hay más desempleados, más pobres, más hambre y ricos cada vez más ricos.

Hoy, algunos Estados democráticos occidentales promueven la nacionalización de empresas privadas para proteger sus plantas productivas y a sus empleados. Hoy día, los grandes empresarios mexicanos se quieren confundir con los más chicos exigiendo al Gobierno que los siga privilegiando fiscalmente como en todas las crisis en las que han sido cómplices de la corrupción gubernamental que ha quebrado al país y ha terminado financiando a los acaudalados, mientras se multiplican los ‘changarros’ mínimos y los ambulantes misérrimos, los deudores insolventes, los subempleados propineros, los limosneros, los narcopoquiteros, los pistoleros, los éxodos del hambre, y los ‘tratantes de blancas’ y traficantes de personas.

Hoy día lo más claro de todo es que ya no se puede creer que la salvación del mundo y sus mayorías pobres depende de los patriarcas empresariales y de los conglomerados financieros.

Acaso no cambie la condición humana. Pero los grandes empresarios deberían saber ahora que su suerte mayor no depende de estímulos fiscales (y que la tolerancia tributaria sólo debe aplicar cuando la rentabilidad es solidaria con las necesidades de los asalariados en los malos tiempos), sino de atacar en lo posible las condiciones para que un ínfimo enemigo molecular no los convierta en polvo como a cualquier pobre diablo.

Por lo menos en países tan desiguales como México, la situación parece convocar una socialización mayor de los bienes; una desmaterialización y desmercantilización de los mismos; un intervencionismo mayor del Estado que garantice más productos y servicios básicos que accesorios; una inversión pública más poderosa y promotora de empleos; una administración más preocupada por la educación, la seguridad y la salud públicas que por los ganancias de los inversores insensibles; una economía mixta de pequeñas y medianas empresas solventes y productivas, de grandes empresas amigables con sus plantas laborales y pagadoras de sus compromisos fiscales, y de empresas estatales eficientes y competitivas; un nuevo orden general en donde el crecimiento económico se corresponda con el bienestar popular y con el ingreso de los sectores mayoritarios, y no con el incremento desaforado de las fortunas corporativas (que, además de todo, exigen exenciones tributarias)… Eso, por lo pronto. Porque la pandemia puede irse, pero los infiernos del calentamiento global siguen creciendo: sus sequías, sus incendios voraces, sus demonios que arrasan con todo. Esa peste sí tiene un horizonte de caducidad que ya es visible. (Ya las selvas quintanarroenses acusan, por ejemplo, el asedio de las llamas, y se sabe que el futuro será cada vez más árido e irredimible; se sabe en el Caribe mexicano y en las cordilleras californianas y en las llanuras australianas, y en los montes ibéricos, rusos, africanos…). Y a menos de que el virus cambie el corazón democrático de los Estados y los humanice en tiempo récord, el calor tropical derretirá la vida civilizatoria.

Es cierto que el ser humano está hecho para adaptarse al medio y transformarlo. Pero también lo es que está más dominado por el instinto primario y depredador de todas las especies que por el de la conservación y los poderes mentales y espirituales del conocimiento, la conciencia crítica y la solidaridad. Y ahora está en la frontera de su espacio vital y todo se ha reducido para siempre. Ya cruzó todas las líneas rojas del exceso y la sinrazón, y un virus lo ha puesto contra la pared de sus únicas dos decisiones posibles: se humaniza o cae en la víspera de su inevitable hora definitiva; o sigue haciendo de la salud el gran negocio neoliberal en que fue convertida y ahora perece con la humanidad, o rectifica y la salud se convierte en suprema prioridad de los Estados y ese gran negocio deja de serlo y de crecer como una burla contra la medicina social. Por ejemplo. Porque si las democracias liberales siguen siendo capaces de eso -de convertir las necesidades primarias de la población en meras mercancías y ganancias de mercados y mercaderes que son capaces de vender el agua y la luz del sol y el aire que se respira-, es justo que tan deshumanizados sistemas de coexistencia humana desaparezcan con el virus. Porque los bienes esenciales de la vida no deben ajustarse más a los modelos de negocios y a sus tarifas de competencia. Éstos no debieran lucrar más con las necesidades básicas. El crecimiento económico tendría que medirse en los niveles de bienestar, en la equidad del ingreso, en la supresión sustentable de la desigualdad social, en hospitales públicos tan buenos como los privados, en agua corriente para beber de propiedad pública, en abasto de la canasta básica a precios subsidiados, en un agro con ‘precios de garantía’ y seguro público contra los malos temporales, y en todo eso que el Estado al servicio de los intereses financieros ha negado a quienes debieran ser sus beneficiarios, y por lo cual sus dirigentes han mentido cuando se han proclamado como los líderes legítimos de un Estado social, democrático y de Derecho.

Cuatro

Esta primera pandemia planetaria podrá irse luego de sembrar, con el terror, el anuncio del final posible de la humanidad entera; y con todas las mermas y los reacomodos de las variables económicas, la oferta y la demanda retomarán su ritmo y volverán “la zorra pobre al portal y el avaro a las divisas”, porque el ritmo de los mercados sólo se detuvo como la única ocurrencia efectiva contra la infección del mundo y de la que una vez recuperado volverá a las rutinas del consumo y las operaciones de compraventa.

Pero reincidir en el mismo modelo de Estados democráticos y en los mismos modelos de negocios y en las mismas ‘medidas contracíclicas’ hará que los nuevos ataques pandémicos y las violencias climáticas venideras sean, en Occidente, calamidades más atroces que la del momento.

Y en torno de eso deberían girar los partidos políticos en México, por ejemplo, si alguna aspiración de reconocimiento popular y de beneficio electoral les quedara. Porque en el torbellino de la crisis y sus secuelas, y ante la falta de ideas y posicionamientos creativos y constructivos en torno de la situación y de las iniciativas presidenciales, parece que las próximas candidaturas poco tendrán que ver con la democracia interna partidista y más con las decisiones de los jefes gubernamentales -es decir: el presidente de la República y los gobernadores-, y les irá según les vaya a ellos en la feria de la pandemia y sus saldos sanitarios y económicos.

También debería consignarse la guerra mediática y el activismo militante de periodistas y comunicadores que distorsionan la opinión pública y levantan trincheras donde debería haber confiabilidad informativa y crítica con el objetivo de la serenidad que hace falta, y donde la libertad de expresión fuese un derecho respetado como nunca por quienes viven o hacen uso de ella. Ante el tráfico incontinente de las redes sociales, los intereses patronales de las empresas de comunicación, y los canales de la óptica oficial, se requiere el poder alternativo de otras fuentes emisoras de contenidos de utilidad social. Porque los medios públicos son de una pobreza creativa y de interés popular que nunca nadie ha querido convertir en un contrapeso esencial del vasto poder mediático privado. Y en una democracia con espíritu social tendría que fomentarse ese balance: medios de Estado o de propiedad social tan influyentes como los privados. Del mismo modo que tendría que haber -en una nueva era y antes de una nueva crisis del fin del mundo- hospitales públicos del nivel de los particulares, tendría que contarse con medios de comunicación alternativos tanto o más influyentes que ellos. Porque sin una equidad de hecho entre lo público y lo privado, no puede haber justicia social. Y sin ella, cuando la peste definitiva apiete, no habrá de salvarse nadie.

SM

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *